Capitulo 38.1

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Dos minutos. Ese fue el tiempo que tardó Alfred en salir de la cafetería y llegar al coche de Dani. Después de asegurarle que no estaba dispuesto a perder a Amaia una segunda vez, se subió al vehículo. Dani arrancó el coche y comenzó el viaje. Dejando atrás la ciudad de Pamplona, accedieron a la carretera. Llevaban cerca de quince minutos de camino, cuando Alfred vio el primer cartel conocido.«Sorauren». Una sonrisa apareció en su cara. Aquel era el refugio de Amaia, siempre lo había sido. La casa de su abuela era su sitio favorito para descansar. En numerosas ocasiones, él mismo la había sorprendido organizando una escapada a ese lugar, dónde podían pasear y evadirse de la mirada curiosa de la gente.

Alfred conocía el pueblo, y sabía dónde estaba la casa de la abuela de Amaia, por eso le extraño cuando Dani no giró en esa dirección, sino que siguió recto, tomando un camino hacia el interior de la montaña. La calzada asfaltada y las luces del pueblo quedaban atrás, conforme ellos avanzaban en la oscuridad. Alfred comenzó a ponerse nervioso. No sabía dónde estaba. Habían pasado el pueblo, y lo único que se observaba a su alrededor eran árboles que perfilaban una pequeña carretera de tierra. Después de unos minutos, Dani detuvo el coche, y le indicó que se bajara, pues ya habían llegado.

— ¿Dónde estamos? — preguntó curioso Alfred mirando a su alrededor sin ver realmente nada, pues la oscuridad del anochecer dificultaba la visión.

— Ven... sígueme... ten cuidado — le pidió Dani, que despacio comenzaba a descender por un camino de piedras en forma de escaleras. Había subido y bajado aquellas piedras cientos de veces, y podía hacerlo hasta con los ojos cerrados, pero ese no era el caso de Alfred, que había sacado la linterna del móvil para alumbrar el camino.

— ¡Ey! Dani... — lo llamó Alfred cuando lo alcanzó al final del tramo de piedras — me vas a contestar... ¿dónde estamos? ¿de quién es esta casa? — preguntó finalmente cuando vislumbró la luz en las ventanas de la edificación revestida en madera que había a unos metros de distancia.

— De Amaia

— ¡¿Qué?! — la noticia sorprendió a Alfred que no sabía nada. Para un artista era difícil esconder cosas así. En el momento que uno se compraba una casa o se mudaba, no sabía Alfred cómo, pero siempre había algún reportero o revista que se enteraba y lo publicaba. Y de Amaia sólo se conocía su casa de Madrid. En ningún sitio había salido aquella propiedad. Aunque como rápidamente pensó Alfred, muchas cosas en torno a Amaia no habían salido a la luz pública.

— Escúchame — Dani se giró para mirarlo de frente, necesitaba que Alfred entendiera bien lo que iba a decirle — vas a entrar conmigo ahora, pero no vas a acercarte, ni a decir una palabra... déjame que yo hable con ella... ¿entendido? — Alfred asintió con la cabeza. El modo en que Dani le había hablado no dejaba lugar a dudas.

— ¡Por fin has llegado! — la voz de Amaia desde el sofá provocó un vuelco en el corazón de Alfred, que la vio sentada de espaldas a la puerta de entrada con la guitarra entre los brazos, un coco despeinado y algún cabello suelto — ven... escucha esto... y luego cenamos...

— Dame un segundo ¿si? — le respondió Dani que sabía que Amaia no se iba a girar, porque cuando estaba con la guitarra y en su mundo, nada más importaba. Indicándole a Alfred que se quedara allí quieto, Dani se quitó la chaqueta y se acercó al sofá junto a Amaia. Agachándose se sentó sobre la mesa de centro que había frente a ella, al tiempo que cogía la mano de Amaia, impidiéndole que tocara.

— ¡¿Ey?! ¿Por qué haces eso? — preguntó medio enfurruñada Amaia

— Tenemos que hablar...

— Sí... de por qué has estado tanto tiempo fuera... ¿qué has ido a hacer a la ciudad?

— He ido a buscarlo a él — soltó sin pensarlo mucho, a la vez que señalaba con un gesto a Alfred que se había quedado dónde le había indicado Dani.

La magia de la melodía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora