Testigo de ella

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Anoche estuve expectante
a una madrugada
sumamente particular.

Me quedé a corroborar
como ella se cansó de
procrastinar y se dedicó
a llorar ruidosamente
sin ningún tipo de reparos.

Como si le hubiesen roto
de un golpe infalible
en el alma,
y todas las gotas
de agua salada
que expedía,
fuesen su cura.

Tan terca como quien
la miraba.

Hermosa,
turbia,
oscura,
grisácea
y sobre todo;
llena de enigmas.

Di un paso adelante
para descubrir a quién
lloraba,
a quién echaba tanto de
menos,
quién era responsable de
ese llanto tan precipitado.

Me ofrecí de confidente
y no me sirvió,
por el contrario,
derivó en la nada.

Ella era dura,
aunque se estuviese
cayendo a pedazos en
aquel fragmento de
tiempo.

Continuó llorando y
eludiendo mi presencia,
maravillosamente.

Y yo seguí allí firme,
convencida de que
ninguna de las dos
iba a ceder.

Pero como suele
suceder,
me equivoqué.

No tengo idea de
cuánto tiempo
había pasado,
pero en las
últimas horas
de su existencia,
viéndose extenuada,
cansada y vencida,
aunque es cierto que
también liberada;
me concedió un
pequeño momento
que me bastó
para entender su lado
más fracturado.

El que llega
cada mañana y
que comienza
cuando el sol sale
y ella de inevitablemente
se deja morir.

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