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      Hacía muchos años que la estación de Santa Familia estaba abandonada. Ahora crecían por todas partes pasto y musgo, las vías estaban oxidadas y los vagones que quedaban parecían huesos de esqueletos. Se conservaban el andén y las oficinas hechas de terjuelas como las casas de Chiloé. La boletería clausurada y las maderas desgastadas me recordaban las fotos que había visto de los pueblos fantasmas del Norte. Era un escenario deprimente.

      A las cinco de la tarde estaba sentado en uno de esos banquitos del andén, como si esperara un tren que no aparecía nunca. No hacía el mismo calor del día anterior y un viento agradable recorría los vagones inservibles, produciendo un sonido parecido al que se escucha en las películas de vaqueros.

      A veces, cuando tengo que esperar, juego «gatos mentales», aunque creo que esto lo conté anteriormente. En otras ocasiones invento historias. Es fácil, como preparar un fantasmal o leche con plátano; es decir, en la coctelera de la cabeza se echan los datos necesarios y luego se resuelve. La historia de ese día, mientras esperaba en el andén de la estación, trataba de una máquina del tiempo: una con la que se podía viajar hacia el pasado. Como siempre; en mis historias participan amigos o parientes, para hacerlas más reales. La máquina del tiempo de  mi historia la inventaba un científico pariente mío que nadie quiere, el tío Jorge que vive en Viña del Mar; en realidad, no es científico sino un inútil, al menos todos en la casa lo llaman «el inútil tío Jorge». Mi tío es algo así como la oveja negra de la familia. Su única actividad conocida durante años ha sido escribir novelas de terror, que nadie le publica y por lo tanto nadie lee.

     El asunto es que el tío Jorge inventó la máquina del tiempo. Pero en todo viaje del tiempo se necesita uno que accione la palanca, regule todo y otro que viaje en el tiempo. Hice entonces venir, imaginariamente, desde el sur de Chile, a Rolo, mi mejor amigo, un poco castigándolo por su traición de dejarme solo en el verano, además porque sé que les tiene miedo a los aviones y me imagino que una máquina del tiempo se debe parecer un poco a un vuelo en avión.

      En mi historia, el tío Jorge Acciona la máquina y Rolo retrocede al año 1986, hace más de diez años, hasta Florida, Estados Unidos. Antes del viaje el tío previno al Rolo que nada podía  alterarse en el lugar al que llegará, cualquier cambio provocaría un desastre en el presente. Rolo llega a Cabo Cañaveral tres días antes de un lanzamiento espacial importante. Toda la gente anda muy contenta y llegan muchos turistas para ver el lanzamiento. Rolo, al leer los diarios, se da cuenta de que sabe perfectamente de ese lanzamiento porque lo ha estudiado en el colegio, se trata del despegue del Challenger  que terminará en tragedia minutos después de la partida. Rolo, entonces, a pesar de las advertencias del tío Jorge, decide evitar el accidente. Lo primero que hace es solicitar una reunión en una oficina de la NASA en Florida, con uno de los directores de vuelos. Durante veinte minutos el director escucha lo que Rolo tiene que decir. Por supuesto, no le cree nada sobre el viaje en una máquina del tiempo. Se ríe de él. Deciden terminar la reunión, y sin que Rolo se dé cuenta, el director presiona un botón debajo de la mesa que hace aparecer a un guardia de seguridad. Arrestan a Rolo, lo declaran loco peligroso y lo encierran en un hospital.

      Pasan dos días y a Rolo nadie le cree su fantástica historia, mientras se pasea en bata de paciente adentro del hospital, rodeado de locos verdaderos. En la televisión del hospital se anuncian los últimos preparativos para el lanzamiento de Challenger. Entrevistan a los miembros de la tripulación, entre los cuales se encuentra una profesora, por primera vez en el espacio, su nombre es Christa.

      Desesperado, Rolo elabora un plan para huir del hospital. Acepta tomar los calmantes que le dan a todos los pacientes, pero en un descuido de la enfermera se guarda los remedios en los bolsillos y finge tragárselos. Más tarde, también finge dormir profundamente. A medianoche se acerca al enchufe del televisor. Une los alambres, lo que provoca un cortocircuito. El apagón es total en el hospital durante diez minutos, el tiempo que aprovecha Rolo para escapar robando una ambulancia. Acelera por la carretera, entre el paisaje pantanoso de Florida. Por la mañana se encuentra con un cruce de caminos, por un lado indica Orlando y por el otro Cabo Cañaveral.

      Se decide por este último. Una hora después, se acerca al lugar de lanzamiento del transbordador Challenger, pero no le permiten pasar más allá de donde están los periodistas y curiosos. Rolo engaña a los guardias haciéndose pasar por un médico importante de la NASA que debe controlar la temperatura de los astronautas. Entra al reciento cerrado dispuesto a hablar directamente con la tripulación y así evitar el despegue, pero soló encuentra a ingenieros y empleados de la NASA, que corren nerviosos de un lado para otro preparándolo todo. Después de bajar y subir pisos comprueba que le quedan pocas horas para evitar el desastre. Entonces, decide que la única solución posible es introducirse en la nave espacial y descomponerla para que así sea imposible el vuelo. Logra llegar al silo del lanzamiento y, en un descuido, se escabulle hacia el interior de la nave, juntos a otros técnicos que también visten de blanco. Finge arreglar un cablecito por aquí, una palanca por allá, pero en realidad no tiene idea de lo que está haciendo. Cuando cree que ha dejado inservible la nave, decide salir y avisar los desarreglos. En ese momento escucha voces y ve cómo se cierra la escotilla principal. Los tripulantes de challenger  están en la nave. Rolo, confundido, mira su reloj suponiendo que para el lanzamiento falta una hora. En ese momento se da cuenta de su error: Se ha olvidado de ajustar su reloj que conserva la hora de Santiago de Chile, una hora menos que Florida. Rolo intenta avisar a la tripulación, pero el compartimiento donde se encuentra, en el sector de la carga, queda cerrado. Escucha desde la cabina las voces de los astronautas que hacen los últimos arreglos. Rolo se desespera, quiere avisar que no pueden despegar, menos con él abordo. Se da cuenta que al final que es él el único responsable del desastre del challenger que trató de evitar. En el momento que la nave despega, segundos antes de la explosión, el tío Jorge, desde Santiago en 1998, lo vuelve al presente. 

      –Hola –escuche lejano. 

      Desperté en el banco del andén de la estación de trenes de Santa Familia con olor a aceite quemado,  a pasado. Frente a mí vi a Charo con una sonrisa de tren, la que correspondía porque estábamos en una estación.

Quique Hache, detectiveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora