El día había sido largo y poco provechoso. Estaba en cero, aunque el cero no es un mal número, sólo con mala fama entre los demás números.Volví a la plaza del alférez Mayor, desde donde partían los colectivos hacia la salida del barrio, hasta la avenida Vicuña Mackenna. La ruta lógica no era complicada: subir hacia el norte hasta encontrarse con Grecia o Irarrázaval, desde ahí en una micro se seguía hacia el oriente hasta Ñuñoa. Como no aparecían colectivos en la placita y para hacer tiempo, jugué algunos «gatos mentales». No es un juego fácil. Consiste en el típico Gato se que juega con papel, lápiz, equis y círculos. La idea es jugarlos mentalmente, inventados. Puede parecer extraño, pero con un poco de práctica sirve para pasar el tiempo.
En eso estaba, rayando casilleros de gatos en mi cabeza, cuando se acercó una niña como de diecisiete o dieciocho años con blue jeans, el pelo corto, unos ojos claritos que daba gusto mirar, y una polera negra de Iron Maiden. Me enamoré enseguida, antes de que ella dijera una palabra. La niña me miraba con ojos de tren, que alguna vez explicaré en qué consiste como miraba. Su cara era dulce, parecida a Santa Teresa de Los Andes, pero no a la santa precisamente, sino a la actriz que la representó para la televisión. Se acercó donde yo esperaba el colectivo y dijo:
–¿Andas buscando a Cacho Ramírez?
–Sí –respondí sorprendido.
–En este barrio las noticias se saben rápidamente –me contestó sonriendo. Una sonrisa preciosa.
La tarde calurosa estaba terminando y una brisa suavecita y fresca renovaba el ambiente.
–¿Sabes dónde puedo encontrar a Ramírez? –dije con una mirada de rana vieja.
–Te espero en el descampado de la industria Bayer, en diez minutos.
Se apartó con rapidez, como si ambos fuéramos espías y nos vigilaban, y se perdió por el final de Irasu.
Pregunté en un kiosco de revistas por el descampado. Como estaba cerca, caminé con pasos lentos y demorados para llegar justo a tiempo.
Era un cuadrado grande, vacío, un peladero de escombros de basuras, rodeado de paredes de cemento. Digamos que no era un paisaje campestre. Olía pésimo y comenzaba a oscurecer. Pensé que podía haber sido todo una broma; allí no había nada. Hasta que, por entre los cerros de escombros, empezamos a aparecer jóvenes. No tenían caras amistosas. Conté doce entre hombres y mujeres. Al final apareció la niña de la plaza, la de cual estaba enamorado hacía diez minutos sin que ella lo supiera.
Uno de los aparecidos, el más grande, un gordo de pelo largo, me mostró los dientes y dijo:
–Si buscas a Cacho Ramírez mejor será que lo olvides, lo tenemos secuestrado.
Me atoré antes de hablar, tratando de que no se notara lo nervioso que estaba:
–¿Se podría saber quién lo tiene secuestrado? –pregunté
El gordo quedo anulado con la pregunta, no la esperaba o su comprensión era lenta.
–Nosotros –se atrevió a responder después de un rato de dudas.
Entonces llego en su auxilio la niña de la plaza.
–No es de tu incumbencia el asunto de Cacho Ramírez. Esto es una advertencia –dijo.
–¿Cómo te llamas? –pregunté con una voz de violín en concierto. También la pregunta fue inesperada para ella. Bajó la guardia y respondió
–Charo
–Charo –repetí el nombre para memorizarlo.
–Lo que queremos que entiendas –volvió ella, más controlada –es que no deberías buscar a Cacho, puede ser peligroso.
–¿No es verdad lo del secuestro?
El gordo quiso seguir mintiendo, pero Cacho no se lo permitió.
–Deja las cosas como están, puede ser peligroso para ti si sigues haciendo preguntas.
–¿Ustedes saben dónde está el arquero? –insistí. El murmullo entre los demás dejó tensa la conversación. Charo respondió:
–No exactamente, pero debe estar bien donde está.
–Lo necesitan para el partido del sábado.
–Es peligroso que él aparezca.
Hasta allí llegó la conversación. Tal como el grupo había aparecido, comenzó a perderse.
Arriba, sobre nuestras cabezas, el cielo parecía una naranja gigante.
–Charo –le grité antes de que se perdiera. Ella se detuvo y volvió a decir:
–No te metas, por el bien de Cacho.
Salto y quedé otra vez solo. Un gato escarbaba entre la basura buscando algo que comer. Volví a la calle tratando de orientarme.
Alcancé el colectivo sin necesidad de llegar a la placita de alférez. Recorrimos Vicuña Mackenna llena de automóviles hasta Irarrázaval. Subí a una micro y me dejé caer en el asiento. Estaba cansado y confundido.
Cuando llegué a mi casa, Gertrudis me esperaba preocupada. Se enojó por no avisarle. Estaba inquieta, imaginándose lo peor. Incluso había estado a punto de telefonear al sargento Suazo de la comisaría, uno de sus novios. Al final dijo que seguro se moría de un infarto si yo seguía de detective, que mejor me iba en un bus hasta Concón, donde me esperaban mi mamá y papá, Sofía, mi hermana, los primos, los partidos de baby fútbol, los asados y los atardeceres junto al mar.
Esperé que terminara y le dije a la Gertru que tenía novedades en el caso del arquero. Ella cambió la cara enseguida, le apareció la famosa sonrisa tren,larga en su boca, entre sus dientes impecablemente blancos:
–Habla –me exigió.

ESTÁS LEYENDO
Quique Hache, detective
AcakSergio Gómez Ilustraciones de Kuanyip Tangol Esas vacaciones fueron excepcionales para Quique. En lugar de irse a la playa con su familia, se queda en Santiago, en medio del caluroso verano. Pero no sera una temporada aburrida. Quique vivirá inten...