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      De vuelta otra vez en Santa Familia revisé la dirección que había obtenido la Gertru de la guía de teléfonos. Desde Irasu, la calle principal, me ubicaba perfectamente. Caminé cinco cuadras hacia el poniente, hasta encontrar el liceo Makario Cotapos. En la puerta colgaba la bandera y en el otro lado el escudo con el huemul y el cóndor. En el centro del arco de la puerta, tallado en madera, aparecía la frase: «La educación es futuro». No era muy original, pero razonable. A mi papá le gustaba repetir frases parecidas, para el bronce; las memorizaba de un libro de frases célebres. Sus favoritas eran las de Gandhi y de Churchill. A Churchill siempre lo confundo con un famoso director gordo de cine, que filmó una película de pájaros enloquecidos que atacan a los hombres. 

       «La educación es futuro». Sonaba bien, como lo debido, lo que hay que hacer para no terminar como el tío Jorge, él inútil, a quién todos critican por que es escritor de terror. Es la frase que supongo que uno debe grabarse en la cabeza para no quedarse en la cuneta de la vida. Por ejemplo, yo mismo rendiré la prueba de aptitud académica, estudiaré una carreta, me casaré, tendré hijos y los llevare al colegio; y un día, durante el almuerzo, cuando estemos todos reunidos en la mesa, voy a repetir la misma frase: «La educación es futuro». El circulo se volverá a repetir. Aunque tal vez sea diferente, porque también les contaré de mis aventuras como detectives privado, claro que ellos no me creerán ni una palabra. 

      En la entrada del liceo, un hombre de bigote me miró fieramente. Llevaba un libro bajo el brazo y una corbata amarilla que le brillaba en un terno azul. 

     – ¿Su nombre? –preguntó, revisando el libro. 

     –Venía a consultar sobre un alumno –dije tímidamente. Todos los hombres con corbata y ternos formales mal combinados me provocaban una intensa timidez. 

      –Llega atrasado –dijo el hombre–. El curso de nivelación está en el segundo piso, así que se me apura. La directora permitió que usaran ropa de color; por mí, deberían venir con uniforme. 

      –No vengo a ningún curso de nivelación –traté de explicarle.

      –Un rebelde, Mírelo. Treinta años llevó aquí como inspector y ni un rebelde a podido conmigo, ¿sabe por qué?  –los quedamos esperando la respuesta, pero después de un rato prefirió decir –: Ahora suba esa escalera y entre al curso de nivelación que le corresponda. Eso le pasa por no estudiar durante el año. 

       –Primera vez que entro a este liceo  –dije desesperado.

       –Con mayor razón, por inasistencia.

       –Pero...

       –Nada. Me sube la escalera antes de que me enoje. Treinta años aquí, no los voy a conocer como son todos ustedes.

      Como me arrinconó en el pasillo no tuve otra opción que subir la escalera. En el segundo piso se abrió una puerta y un profesor me hizo entrar a su clase. Mientras me sentaba en un banco, los demás alumnos me miraban con caras de interrogación. Yo trataba de sonreír para no sentirme tan ridículo. El profesor disertaba sobre diferencias entre las guerras Médicas y las Púnicas. Como tampoco podía interrumpir la clase, decidí quedarme tranquilo, tratando de analizar mi mala suerte. Ahí estaba, de vuelta en el colegio en pleno mes de enero. La peor pesadilla del mundo es estar en clases durante los sagrados meses de vacaciones. Para mí esa pesadilla se había convertido en una realidad.

      Escuchamos un timbre, salimos de la sala, pero no más allá del pasillo del segundo piso. No se nos permitía bajar al patio. Le pregunté a uno de los alumnos.

      – ¿Por qué el recreo no es en el patio?

      El alumno era colorín, con manchas del mismo color por toda la cara. Me miró extrañado.

       –Se nota que no eres del Cotapos  –le habló entonces a uno a su lado–. Parece que están importando alumnos para nivelación de otros colegios. 

       –La verdad es que no soy...  –comencé a decir, pero preferí no seguir con la explicación.

         –No digas nada  –ayudó el colorín –. La burra Montardi, a él se le ocurrió la idea, nada de recreos para los de nivelación, como castigo.

       –Habla entonces con la burra Montardi, comprueba por tu cuenta por qué le dicen la burra.

      Dejé para la injusticia educativa y preferí concentrarme en lo que me interesaba.

       – ¿En qué curso estás?

       –Debería haber salido hace dos años del Makario Cotapos, pero me gusta repasar materias, profundizarlas, ¿me entiendes?

       –Perfectamente. Entonces debiste conocer el segundo B de este liceo hace tres años.

      El colorín me apartó hacia la ventana, su cara era de sorpresa. 

       – ¿Qué pasa?  –pregunté.

       –Ese curso egresó el año pasado, los pocos que pudieron egresar  –susurró como contando un secreto.

       –No entiendo.

       – ¿No sabes entonces de accidente?

       – ¿Qué accidente?

       –No eres de aquí, se nota. El segundo B de hace tres años era un curso superior al mío. Al final de ese año, en diciembre del 94, organizaron un paseo a la costa, a unas cabañas que arrendaba el colegio cerca de Algarrobo. Viajaron por la noche y el bus que lo llevaba se desbarrancó en una cuesta. Murieron tres alumnos y otros diez quedaron heridos. Salió en los diarios y en las noticias de la televisión. Después del accidente, muchos no siguieron en el colegio.

       Extraje la fotografía que llevaba en el bolsillo  de la camisa y dejé que le colorín la revisara.

      – ¿Esté es el segundo B? –pregunté.

      El colorín la examinó con miedo, como si viera a un fantasma. 

      –Es la misma fotografía que encontraron y salió en el diario. Uno de los alumnos la tomo antes de subir al bus. Trae mala suerte andar con este tipo de cosas encima.

      Le indiqué en la foto el rostro escondido de Charo. 

      – ¿Te acuerdas de ella?

      –Más o menos. Era de un curso superior al mío. De ella poco me acuerdo, pero sí de su hermana. 

      – ¿La hermana?

      El colorín indicó a una de las niñas sonrientes del grupo en el borde de la fotografía. Se parecía a Charo.

      –De ella me acuerdo –dijo el colorín–, fue una de las que murieron en el accidente y eso no se olvida fácilmente.


      

      

Quique Hache, detectiveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora