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          El estadio de Obras Santas se construyó en 1963, meses después del mundial de fútbol. A la inauguración asistieron los mundialistas Honorino Landa, Leonel dio el puntapié inicial en el primer partido, en el que se enfrentaron el equipo local y un combinado de las Fuerzas Armadas. Ganaron las visitas tres por dos. Desde entonces el estadio fue el más importante recinto deportivo y artístico de Santa Familia.

          Ese sábado de principio del verano, el estadio esperaba finalizar el campeonato de tercera división enfrentando al local Ferro Quilín contra Deportivo Malloco. El ganador subiría a segunda división, a un paso de primera, del fútbol de honor, de los grandes, de los millones, de las estrellas.

          El árbitro, don Marinko Leal, pitearía el inicio exactamente a las 5.30 horas de la tarde. Una hora antes el estadio estaba lleno. Apostaban a que Cacho Ramírez no aparecería. Dirigentes del Deportivo Malloco declararon que la desaparición del arquero era un truco publicitario. El entrenador de Ferro, Homero Gavilán, aseguraba que no eran supersticiosos en el equipo, pero sin Cacho era la cancha el asunto era distinto. El camarín de Ferro, minutos antes, parecía un funeral. Sin la cábala, el destino del equipo se veía oscuro.

          En el palco de honor del estadio se ubicaron las autoridades municipales, los dirigentes y la señora Rosaura Gallardo. El administrador del estadio debió mandar a construir un sillón especial, más ancho y reforzado, para que se sentará la señora Gallardo. Cerca de ella, como era costumbre, la rodearon sus empleados de confianza.

          A las 5.15 de la tarde nadie notó el camión plateado con una franja amarilla estacionado cerca de una de las puertas laterales del estadio. El vigilante de ese sector llevaba trabajando en el estadio desde que Leonel Sánchez diera la patada de inauguración, treinta años atrás. Reconoció enseguida a Cacho cuando lo vio parado en la puerta, vistiendo su casaquilla negra y guantes.

          –No puedo creerlo –dijo el vigilante–, el partido está que comienza.

          Me adelanté y le dije:

          –No queremos que nadie reconozca a Cacho hasta que esté en medio de la cancha.

          El vigilante se perdió adentro y regresó unos minutos después con el hombre que vendía café cargando una enorme cafetera, una gorra y un delantal. Cuando el cafetero vio al arquero dijo:

          –No puedo creerlo y yo que aposté que no aparecerías.

          Disfrazaron a Cacho con el delantal, la gorra y la cafetera. Nosotros nos dividimos. Charo vigilaría la tribuna de las autoridades. León, la entrada. Gertrudis buscaría al sargento Suazo, y yo acompañaría a Cacho hasta la cancha.

          Con el termo por delante, al arquero no se le notaban los pantalones cortos ni los botines de fútbol. Lo seguí a corta distancia. Decidimos bajar las graderías voceando el café, que por el calor nadie compraba a esa hora. Saltamos la reja que nos separaba de la cancha y Cacho corrió despojándose del disfraz. El público lo reconoció enseguida y comenzó a entonar fuerte y claro el canto del equipo: «Dale Ferro, pero dale Quilín». Miré hacia la tribuna oficial y vi a la señora Gallardo conversando con sus guardaespaldas, discutiendo y haciendo llamadas por celulares. En la cancha los equipos se distribuían para comenzar el partido. El entrenador Gavilán recibió con la boca abierta al arquero. Los jugadores de Ferro rodearon a Cacho sin creerlo. Por los parlantes del estadio se ratificó a Cacho Ramírez en el arco. Una gran ovación lo recibió. Estaba en el lugar que le correspondía, bajo los tres palos, con su cuerpo delgado, sus brazos largos de orangután y esa mirada triste en la cara que traía de nacimiento. Sabía que era su último partido con Ferro y eso lo hacía estar triste y alegre a la vez.

Quique Hache, detectiveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora