Esto de ser detective privado es más difícil de lo que imaginaba. Todo parecía enredarse y complicarse. La Gertru tenía razón: cuando más se busca la verdad de algo, más se descubren mentiras. Eso es ley.
Todo eso pensaba mientras iba recostado en el asiento del colectivo de regreso a la casa, con Julito Videla en la radio explicando que fumar hacía mal al corazón, que el suyo debió sufrir las consecuencias de dos cajetillas diarias. Una auditoria le respondió: «Fuerza, Julito, yo era de tres diarias y ahora estoy en una». El chofer me miró, yo era su único pasajero, movió la cabeza con los ojos llorosos y dijo: «Este Julito, tan buen animador y con ese problema al corazón. Nadie está libre. Si le ocurre a la gente famosa, imagínese qué queda para uno».
En ese momento el colectivo comenzaba a doblas por la placita de Alférez Mayor y salía del barrio por Sargento Aldea hasta Vicuña Mackenna. Miré hacia los acacios de la plaza y vi caminando por la vereda, paralelo al colectivo, al gordo de pelo largo, el mismo que me recibió ese día en el descampado de la industria Bayer junto al grupo de Charo. Hice detener el colectivo, que frenó espectacularmente. El gordo reaccionó enseguida, su cara abrió de sorpresa, me reconoció, retrocedió unos pasos antes de comenzar explosivamente a correr por la calle Irasu. Lo seguí. Entró a una galería comercial, con tiendas de ropa usada y asadería de pollos. El gordo era rápido, zigzagueaba entre la gente, moviendo ágilmente el cuerpo. Al final de la galería entró a una tienda. Allí se acababa su carrera, no tenía escapatoria. Dejé de correr, caminé calmado. Era una tienda de lencería, todo era blanco, con ropa interior femenina colgada por todas partes y maniquíes semidesnudos. Cuando entré, las señoras que se encontraban en el lugar se dieron vuelta a mirarme. Busqué al gordo; no se veía, pero estaba allí. Me recibío una señora con unos anteojos enormes. Para disimular le dije:
–Busco un regalo para mi hermana.
– ¿Algo especial?
La pregunta me confundió. Sabía que el gordo se escondía y no lo iba a dejar escapar por una discusión sobre prendas íntimas.
–Sofía, mi hermana –le dije a la señora–, tiene dieciocho años. Es rellenita –no mentía, Sofía era así, aunque se pondría furiosa si me escuchara describirla como «rellenita». La mujer de los lentes grandes me miró tiernamente, como si yo fuera el mejor hermano del mundo. Comenzó a buscar algo especial que regalarle. Aproveché para recorrer minuciosamente la tienda. Cuando me acerqué al probador me detuve. Vi la punta de unas zapatillas, sucias y viejas, asomándose por debajo de la puerta. Iba a abrirla cuando la puerta se batió con fuerza y me golpeó el pecho. Caí hacia atrás, derribando dos maniquíes y empujando a una señora de edad que miraba una camisa escotada. El gordo saltó sobre nosotros y volvió a huir hacia la calle. Lo seguí, pero esta vez la ventaja era mayor y lo perdí entre la multitud que caminaba por Irasu. Me detuve al frente de un local de video juego, respiré con fuerza, sin aire. Di la vuelta y me encontré, a pocos centímetros, con dos carabineros que me miraban y arrojaban la nariz, mientras la señora de la tienda, la de los lentes gigantes, me indicaba y decía:
–Es el ladrón de ropa interior.
Sonreí como idiota. De mi cuello colgaban dos calzones y un sostén de había arrastrado en mi caída un rato atrás.

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Quique Hache, detective
AcakSergio Gómez Ilustraciones de Kuanyip Tangol Esas vacaciones fueron excepcionales para Quique. En lugar de irse a la playa con su familia, se queda en Santiago, en medio del caluroso verano. Pero no sera una temporada aburrida. Quique vivirá inten...