La Gertru lloraba desconsoladamente, mientras el sargento Suazo la abrazaba en el retén de la calle Carriel Sur en Santa Familia. Me sentía como un criminal en sus últimas horas antes de la ejecución. La Gertru dijo:
–Todo es mi culpa, yo le metí en la cabeza ese curso por correspondencia, ahora Quiquito cayó en la cárcel.
–No es para tanto. Lo registrarán en el libro y lo dejarán ir con nosotros.
–Pero se le mancharán los antecedentes para siempre –volvió a llorar la Gertru–. Cómo le explico después a la mamá. A esta hora debería estar en Concón jugando con sus primos y no en la cárcel.
La conversación siguió, como si yo no estuviera allí presente.
Al final todo se arregló. Gracias al sargento Suazo volvimos en un auto policial a mi casa en Ñuñoa. No aceptaron que llegáramos con la baliza encendida como se los sugerí para impresionar a los vecinos.
La Gertru no me habló durante varias horas y yo me sentí sólo en el universo. Me fui acostar sin ganas de comer. Necesitaba pensar. Llegué hasta mi dormitorio y cerré la puerta. Tampoco tenía ganas de ver televisión. Me retiré sobre la cama y miré el techo durante una hora.
En la cabeza tenía todo. Charo hacía tres años había sufrido un accidente serio camino a la costa en el murió su hermana y ahora estaba secuestrada por desconocidos. Todo esto se unía misteriosamente a la desaparición del arquero volador, símbolo del equipo del Ferro Quilín, quien, si no aparecía en dos días más, haría perder una fortuna a la propietaria de una empresa de buses y de un equipo de fútbol; y de pasada me haría perder mi primer caso como detective. Por lo menos estaba seguro de que la clave estaba en descubrir la relación entre Cacho y Charo; si encontraba esto resolvía el caso, me pagarían lo que correspondía, rescataría a Charo y la Gertru me volvería a hablar.
Acostado, mirando el techo, pensé en mi familia; comenzaba a extrañarlos. En mi casa de Ñuñoa vivíamos mi mamá, mi papá, mi hermana Sofía, la Gertru y yo. Mi hermana, en el fondo, no era una mala persona, a pesar de que no nos llevábamos bien. Quien tenga una hermana mayor sabe de lo que estoy hablando. Para ella yo soy sólo un niño. La existencia de Sofía tiene valor sólo por dos cosas el Opel Corsa que le compró a mi papá, para ir a la universidad en su primer año y salir por la noche sin tener que llamar para que salieran a buscarla en la madrugada, y Petete. Petete es el pololo de Sofía. Nadie en la casa lo soporta. Es actor. En realidad sólo ha parecido en algunas telenovelas nacionales. Petete se cree Robert de Niro, su ídolo máximo. Los papeles en los que ha trabajado en la televisión son insignificantes, no más de una frase. Petete nos obliga a mirar capítulos enteros de las telenovelas para verlo decir: « pasé. La señora le espera»; nada más. En una ocasión trabajo de extra en Sábados Gigantes. Además de estudiar teatro, petete no tiene otra ocupación. Mi hermana, por supuesto, lo adora y le ha grabado todas sus apariciones en la televisión. Nunca voy a entender a las mujeres; para mí es como estudiar química, como entender una molécula de carbono rodeada de átomos. La química escapa a mi comprensión, es un misterio absoluto. Lo mismo las mujeres.
Comencé a dormirme sobre la cama y los pensamientos giraron hacia las típicas incoherencias, por ejemplo: mezclar un auto fórmula uno, mermelada de mosqueta y un viejo pascuero en Nueva York. Son esos momentos en que la cabeza funciona de otra manera. Entonces escuché, lejano un ruido sobre el cristal, unos golpecitos suave sobre el vidrio de mi ventana. Abrir los ojos. Todo está bien en el dormitorio. Aproveché de quitarme los zapatos para acostarme definitivamente. Pero otra vez volvió el golpe en la ventana. Abrí la cortina y al otro lado encontré la cara redonda y grande del gordo, el mismo que había perseguido por la tarde, el culpable de hacerme pasar mi primera hora en la cárcel. El gordo me miraba con ojos de santo y el pelo largo revuelto delante de su cara.
–Mi nombre es León –dijo cuando abrí la ventana y asomó la cabeza–. Te quería pedir disculpas, por lo de esta tarde.
–¿Porque te arrancaste a cuando me viste? Sólo quería hacerte unas preguntas.
–Me dio miedo, te confundí con otro sí pensé que venían por mí.
–¿Quiénes son los otros?
–No lo sé muy bien. Charo lo sabe, pero creo que a ella la atraparon porque no ha aparecidi en dos días.Deje entrar al gordo a mi dormitorio. Lo primero que hizo después de subir por la ventana, fue pedirme algo para comer. Salí a la cocina. Calenté el arroz con vienesa que no había probado. Agregué un sándwich de jamón y queso. El gordo se lo comió todo con increíble rapidez. Mientras masticaba, le expliqué que estaba intentando averiguar lo de Cacho Ramírez porque me habían contratado para hacerlo.
–¿Contratado? –preguntó con la boca llena.
–Sí, como detective.
–¿Detective? – el gordo no pareció impresionarse. No hizo comentarios, en cambio de dijo–: Hacía dos días que no comía.
–Ahora que estàs alimentado, por qué no me aclaras lo que està ocurriendo.
El gordo se echò para atrás en la silla y dijo:
–Charo podría explicártelo, yo no soy bueno para explicaciones.
–Empecemos por el principio –dije, intentando organizar la confusión.
–Charo, yo y los demás vinimos de un hogar.
–¿Hogar de menores?
–Niños con problemas de comportamiento. No nos quisieron en el colegio o teníamos problemas en las casas.
–¿Viven allí?
–Es el hogar Isabelita Astaburuaga, de Santa Familia. Charo llegó allí porque tenía problemas en el liceo. No se ha podido recuperar desde el accidente donde murió su única hermana.
–¿Qué relación existe entre ella y Cacho Ramírez?
–Los detalles no los conozco, ella los sabe. En el hogar todos conocemos a Cacho, es un bueno tipo.
–¿Por qué lo conocen?
–Nos visitaba en el Isabelita Astaburuaga. A veces nos traía regalos y nos enseñaba a atajar en una canchita que tenemos en los patios. Charo y él eran amigos, hablaban mucho. Nada más sé del arquero.
Miré la cara del gordo encogiendo los hombros. Por fin veía algo de luz al fondo del túnel.
–¿Sabes dónde puede estar Cacho Ramírez? –pregunté.
–No lo sé.
–¿Y Charo?
–Tampoco.
–¿Tienes alguna pista?
–Creí que el detective eras tú. –Se recostó en un sillón del fondo del dormitorio y bostezó–. Estoy muriéndome de sueño.
–Supongo que puedo quedarme a dormir aquí en el sofá, sólo necesito una frazada.
Antes de que yo respondiera se acomodó. Dos minutos después que cerrara los ojos, el gordo León se quedó dormido.

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Quique Hache, detective
RandomSergio Gómez Ilustraciones de Kuanyip Tangol Esas vacaciones fueron excepcionales para Quique. En lugar de irse a la playa con su familia, se queda en Santiago, en medio del caluroso verano. Pero no sera una temporada aburrida. Quique vivirá inten...