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      Nos juntamos con la Gertru en la salida del metro Baquedano, ahí donde se celebra cuando la selección de fútbol gana, pierde o empata. Lo primero que ella me preguntó fue si había almorzado. Mentí. Le dije que había comprado un plato de puré con huevos y cebollas fritas en un restaurante de plaza Italia. Ella arrugó la nariz y no siguió con el tema, tampoco me creyó. 

      La Gertru venia muy elegante. Cuando salia a pasear le gustaba arreglarse, sobre todo cuando la invitaba uno de sus novios, el poeta o el carabinero. El poeta le pedía que no se pintara los labios porque era poco natural. En cambio, el sargento Suazo le compraba perfumes y ropas, aunque nada muy escotado. A la Gertru le encantaba usar vestidos cortos, minifaldas, porque todavía era joven y la miraban en la calle. Cuando paseaba le silbaban, pero ella se hacía la desentendida, como si no escuchara nada, caminaba como un bote, sin mirar a nadie.

      Gertrudis Astudillo venía de Temuco en el sur. Cuando yo era más chico una vez me llevó a su ciudad natal para las vacaciones de invierno. Su casa estaba en un lugar llamado Padre Las Casas, un barrio que comenzaba después del puente sobre el río Cautín. En la ciudad, durante la noche, llovía, pero en el día sólo quedaba nublado. A mí el viaje me gustó mucho. Conocí a todos los hermanos y sobrinos de la Gertru: con ellos íbamos a jugar cerca del río, y una vez nos fuimos de excursión al cerro Nielol. También me enteré con ese viaje que allá en Temuco, a la Gertru la esperaban otros dos novios que mantenía en secreto: un profesor de educación básica y otro que trabajaba de portero en el estadio municipal y que nos dejó entrar gratis a ver un partido del equipo local, Deportes Temuco, con la Universidad Católica de Santiago.

      Después de dos semanas regresamos a la capital en tren. Fue un viaje muy entretenido. Subimos al tren como a las ocho de la noche y llegamos a Santiago al otro día, a las diez de la mañana. Cenamos en el coche comedor. En el coche dormitorio conocí a una austriaca que venía de Chiloé y que recorría el mundo buscando a un hombre perfecto para casarse. Según ella no lo había encontrado después de recorrer casi todo el mundo, hasta que llegó a Chonchi; allí conoció a un pescador chilote del que se enamoró. Por eso volvía a Santiago, para llegar pronto a Viena, donde era dueña de una fábrica de trajes de novia. Vendería la fábrica y retiraría todos sus ahorros del banco para regresar pronto a Chonchi con su pescador. 

      Lo único que no me gustó del regreso en tren fue cuando la Gertru comenzó a roncar mientras todos dormíamos en el vagón. La hacían callar, pero ella como si caminara por la calle y le silbaran desde los andamios de un edificio en construcción. No le importó nada. Cuando despertamos al otro día, los pasajeros nos miraban con caras de odio. Ella para disculparse sólo dijo en alta voz antes de bajar: «Tengo un problema en la tráquea»

      A la Gertru le conté todas las novedades de Intermar, pero a ella no pareció importarle. Dijo que la solución al problema del arquero y de Charo la tenía en sus manos, anotada en una dirección que llevaba en un papel. Y además, sabía que la señora Gallardo era una mentirosa. Había hablado con su comadre Luisa que trabajaba en la oficina de un abogado y le había explicado que eso de los testamentos era cosa de películas. Son los hijos los que heredan la fortuna de los padres cuando son viudos, como era el caso de Don Chemo. 

     –¿Seguro, Gertru?


     –Segurísimo, Quique.

     «Qué vieja gorda y maldita», pensé. «Y son sus propios empleados los que secuestraron a Charo». 

      Bajamos por el parque Bustamante con gente sentada en el pasto refrescándose del calor de la tarde. Desde ahí se veía el edificio de la CTC, que debe ser el más moderno de Santiago, como el de una película de ciencia ficción. Mi mamá dice que el edificio es horrible, que parece un celular gigante, y no combina con su entorno. En cambio, mi papá opina que en unos años más todos los edificios de la ciudad serán como el de la CTC. 

      Doblamos por una calle estrecha, casi sin veredas, con departamentos apretados. En una puerta, la Gertru apretó el botón del citófono. Cuando contestaron ella le habló a la pared:

     –Gertrudis Astudillo, busco a la señora Magaly.

     –Suba –dijo la voz deformada del citófono.

      En el tercer piso se abrió una puerta y una señora muy arrugada nos saludó fumando. Cuando me vio preguntó:

     –¿Y este caballerito?

     –Viene conmigo, señora Magaly –respondió la Gertru. 

      A pesar de que todavía existía luz natural, el departamento entero estaba oscurecido por cortinas cerradas. En todas partes estaba lleno de plantas y cuadros extraños que parecían dibujos egipcios. 

      –Arcanos –dijo la señora Magaly cuando me detuve a mirar uno de los cuadros. 

      Llegamos hasta un rincón donde la luz de una lámpara caía sobre una mesa con un mantel negro. Nos sentamos alrededor de la mesa y esperamos. 

      –Tengo que concentrarme, Gertrudis, eso es muy importante.

      –No se preocupe –dijo la Gertru–, esperamos. 

      La señora Magaly se concentró, cerró los ojos y pareció que rezaba. Movió la cabeza de lado a lado. Después de quince minutos en que no pasó nada y yo comenzaba a quedarme dormido, la señora Magaly aún con los ojos cerrados habló:

      –Estoy lista, empecemos –su voz era diferente, parecía salir de una radio FM que llevaba en la garganta. Nosotros con la Gertru nos sobresaltamos y comenzamos, cada uno, a arrepentirnos de estar sentados allí. 

      –¿Nombre del interesado? –preguntó la Gertru. 

     –Cacho Ramírez, arquero –respondió la Gertru.

      Esperemos otros diez minutos para que la señora Magaly volviera a hablar sin abrir los ojos:

      –Lo veo, está vivo.

     –Está vivo –Repitió la Gertru para que yo lo escuchara, aunque yo lo hacía perfectamente. 

     –Lo estoy viendo rodeado de mucho mar, en una playa del litoral central... mar, mucho mar –parecía más concentrada que nunca. 

      –¿Podría ser más específica? –pregunté, pero la Gertru reprobó mi pregunta con una mirada. Volví a esperar hasta que la seora Magaly dijo:

      –No puedo detallar nada más.

      –Está bien –dijo la Gertru.

      Nos levantamos y la señora Magaly pareció despertar del trance. Sonrió como si no hubiera pasado nada.

      –Eso sería todo –Concluyó y sin dejar de sonreírnos, como un animador de la televisión, agregó–: Por ser ustedes y lo difícil del encargo, son cinco mil pesos. 

      Pagamos y salimos del departamento con la extraña sensación de haber sido estafados. 

      

      

      



Quique Hache, detectiveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora