Charo no llevaba la polera de Iron maiden que yo creía su banca preferida, sino una blusita de niña buena. Era bonita, con los ojos claros y el pelo muy corto. Por segunda vez en la misma semana y de la misma persona, me enamoré. Caminamos lentamente por todo el andén, con esos pasitos cortos y desganados que se dan cuando dos se gustan y pretenden estirar el tiempo.
–Te hice venir hasta aquí para algo especial–dijo ella.
–Yo también –respondí como un estúpido.
– ¿También qué?
–También te escucho, quiero decir.
–Si deseas saber la verdad sobre Cacho Ramírez, antes me tienes que explicar por que te interesa el tema.
Me registré el bolsillo de la camisa y le dejé enfrente de sus ojos la fotografía del grupo de jovenes, felices ante maletas y bolsos. Le indiqué con el dedo en la foto su propia cara, casi oculta, sorprendida por el lente de la cámara. Miró la fotografía con tristeza.
–Soy yo –dijo resignada –. Hace tiempo que no veía esa foto. Es la última.
– ¿La última? –le pregunté.
–De mi curso en el liceo. Es el segundo B del liceo Makario Cotapos, de Santa Familia. De eso hace tres años. Hace dos que deje el liceo y a los amigos.
– ¿Por qué?
–Antes, respóndeme la pregunta que yo te hice primero, ¿cuál es tu interés con esto?
Llegamos al final del andén, más allá esta cubierto de pasto, de arbustos, de una flor naranja y amarilla que la Gertru llama californiana, que crece a la orilla de las vías de los ferrocarriles.
–Busco a Ramírez –dije–, porque me contrataron para hacerlo. Soy un detective privado y este es mi primer caso –el final me salió inflando el pecho como paloma.
Charo se rió con ganas, asunto que a mí no me hizo gracia. En el fondo, los hombres hacemos y decimos muchas cosas para agradar a las mujeres y luego ellas se ríen de nosotros.
– ¿Y quién te contrató? –me preguntó cuando intentaba detener la risa aunque no lo conseguía.
–La dueña de una empresa de buses, la señora Gallardo. Necesitan al arquero antes del sábado para el último partido del Ferro Quilín.
–Justamente, ahí está el problema entonces –dijo Charo.
–¿Qué problema?
La pregunta quedó sin respuesta. Por el acceso de la estación aparecieron dos hombres con caras poco amistosas. Retiraron los brazos adelante, como zombies, intentando atrapados. Charo gritó:
– ¡Corre!
Por supuesto, hice todo lo contrario, quedé paralizado. Ella en cambio saltó hacia atrás y sin esperar se arrojó desde el andén a la vía. Al caer se dobló el pie, pero logró levantarse y correr por entre los vagones oxidados. En el fondo, aparecieron otros dos hombres que le cerraron el paso. Charo entonces intentó subir a una muralla, pero al comprobar que era imposible volvió corriendo hasta el andén, donde yo miraba todo como si fuera una película de acción que pasaba ante mis ojos. Con una rapidez increíble se arrojó de cabeza al estómago de uno de los hombres, que se dobló de dolor. En ese momento, los cuatro nos rodearon. Yo me sentía un inútil, paralizado, sin saber qué hacer. Atraparon primero a Charo, que seguía resistiéndose. De mí no se preocuparon, como si no existiera. Charo me gritó, mientras la arrastraban afuera de la estación:
– ¡Eres uno de ellos, tú lo trajiste!
Uno de los tipos retrocedió, se acercó a mí y me ladró:
– ¡Desaparece!
Un automóvil los esperaba afuera. Subieron y desaparecieron por la calle Industrial. Permanecí sin moverme durante quince minutos, sin saber qué hacer, en medio de la estación abandonada, solo, como un astronauta flotando en el espacio.
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Quique Hache, detective
DiversosSergio Gómez Ilustraciones de Kuanyip Tangol Esas vacaciones fueron excepcionales para Quique. En lugar de irse a la playa con su familia, se queda en Santiago, en medio del caluroso verano. Pero no sera una temporada aburrida. Quique vivirá inten...