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      En las calles de Santa Familia se anunciaba el partido del día siguiente. Todo estaba preparado y se presentía el ambiente de fiesta, pero también de desánimo por la suerte del equipo local, el Ferro Quilín. 

      Gasté el dinero en un taxi que me dejó detrás de la villa Lomas de San Clemente. En un parque me senté a esperar, pensando cualquier cosa para hacer pasar el tiempo. Me dormí enseguida sentado en el banco y desperté una hora más tarde. No quedaba gente en la calle y por el parque un señor paseaba a diez perros, todos unidos con diferentes correas. El señor debía tener mucha fuerza porque los perros querían escapar cada uno a direcciones diferentes.

      –¿Son todos suyos? –le pregunté cuando pasó a mi lado.

      –Cómo se le ocurre, no me alcanzaría la plata para alimentarlos a todos y tampoco me alcanzaría la paciencia. La verdad es que a mí los animales no me gustan. Me gustan los loros que hablan, ésos son los únicos animales que me gustan. 

      Indiqué a los perros que ladraban y se mordisqueaban:

      –¿Entonces por qué los lleva?

      –Es mi trabajo: paseador de perros. Todos éstos vienen de la villa que se ve allá, sus dueños  me pagan para pasearlos todas las tardes, pero como le dije anteriormente, a mí los animales no me gustan. 

      Aproveché para preguntarle:

      –No soy del barrio, busco la oficina de encomiendas de Intermar.

      –¿Los buses Intermar?

      –Esos mismos.

      –Después de la rotonda aparece la cuadra de las bodegas, allí están las de Falabella y Tricot, y también la bodega de los buses.

      –Muchas gracias.

      El paseador de perros siguió haciendo fuerza con los brazos para que no se les escaparan los animales.

      Caminé hasta la rotonda y seguí el círculo hasta encontrar la calle de las bodegas. Estaba oscureciendo y comenzaba la noche fresca de Santiago en verano. La bodega, donde alguna vez estuvo la «Granjita» de don Chemo Gallardo, era una construcción parecida a un hangar de aviación, con un letrero en la entrada donde decía: «Empresas Intermar». Detrás de un cerco se veía un guardia y más atrás dos empleados en una oficina, mirando un partido de tenis en la televisión. Los reconocí enseguida, eran los mismos que habían secuestrado a Charo en la estación abandonada. Lo aconsejable en esos momentos era buscar un teléfono público y llamar a los carabineros, pero preferí lo mas complicado. Permanecí escondido en la oscuridad del edificio al frente de las bodegas, pensando cómo entrar. 

      Unos minutos después, por el inicio de cuadra, apareció una mujer arrastrando un carrito llevaba una sartén con aceite hirviendo donde zambullía unas masas amarillas que se transformaban rápidamente en sopaipillas, que luego colgaba de un gancho. Los cuidadores de las bodegas de la cuadra salieron a comprar café con sopaipillas. Diez minutos después se acercó a la puerta de Intermar. El guardia de la entrada gritó hacia adentro:

      –Llegó la tía con la comida. 

      Los empleados de la oficina salieron, alegres, hasta la vereda. Rodearon el carrito y a la mujer. Las sopaipillas se freían con escándalo en la sartén. Era el momento que estaba esperando. Llegué al portón de la bodega por un costado y entré. Los empleados y el guardia seguían conversando, riéndose junto al carrito. A uno de ellos le escuché decir:

      –Estas son las mejores sopaipillas que he probado, tía debería exportarlas.

      Corrí hacia el interior sin que nadie me viera. Adentro sólo encontré cajas cerradas de todos los tamaños. El televisor seguía encendido en el tenis, pero no me detuve a mirarlo. Por un momento pensé que estaba equivocado. La bodega continuaba por una puerta hacia otras dependencias y a un amplio patio donde encontré estacionados, frente a un portón, dos camiones con los colores plateados y las franjas amarillas de la empresa en los costados. No estaba allí lo que buscaba y me desesperé. En ese momento vi en la dependencia interior, sobre la pared, los brillos de un televisor encendido. Llegué hasta el rincón más alejado, rodeado de cajas y neumáticos. Sobre un catre de metal estaba Charo, mirando sin ganas la televisión, amarrada de una mano y de una pierna al catre. Al verme se sorprendió.

      –No hables –le dije–, tenemos que salir de aquí.

      –Tú? ¿Tú no eres de los mismos? –preguntó con voz débil.

      –No hables –le ordené–. Tenemos que apurarnos.

      –¿Los guardias? –preguntó ella.

      –Están adelante, comiendo sopaipillas.

      Demoré en desatar los nudos. Charo estaba pálida.

      –He comido sólo un pan –dijo.

      La ayudé a levantarse y después de estirarse recobró fuerzas. Salimos al patio. El silencio era completo, excepto por los ladridos de los perros a lo lejos. La única solución era saltar el portón, pero parecía muy alto. Le pregunté si era capaz de hacerlo. Ella arrugó la nariz y con una mirada de taladro me dejó claro que la pregunta la ofendía. 

      Subimos dificultosamente. Al otro lado llegamos a un callejón oscuro. Cuando puse otra vez los pies en la tierra, Charo me esperaba con una expresión rara en la cara. Le pregunté qué le pasaba. Ella estiró el mentón indicándome hacia adelante. Enfrente teníamos a los dos empleados y al guardia, con sus linternas, sonriéndonos. Uno de ellos todavía masticaba su sopaipillas. 

Quique Hache, detectiveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora