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      Homero Gavilán, entrenador de Ferro Quilín, me esperaba en la sede del equipo. En el segundo piso tenía su oficina. Antes había telefoneado a la señora Gallardo para que hiciera fácil la entrevista con el entrenador. Cuando entré a la oficina, él dijo:

      –Me engañó coneso de hacerse pasar por periodista, joven, y eso no se hace ni en broma con la gente mayor. Respeto, eso es lo que necesita este país para que le vaya bien.

      –No fue mi intención mentirle, entrenador –me disculpé sinceramente–. Ésta es mi primera investigación, me falta experiencia.

      –Lo perdono y le agrego que tiene toda la razón, sin experiencia las cosas no se pueden hacer bien.

      – ¿Recibió entonces el llamado de la señora Gallardo?

      –La pobre está preocupada por lo del sábado. Imagínese, contratar a un detective privado para buscar a Cachito, es eso es querer mucho al equipo.

      Al parecer no sabía de la cláusula del testamento de don Chemo Gallardo que obligaba a ganar. Pensé comentárselo porque el viejo me caía bien, pero después decidí guardar el secreto profesional. 

      La oficina de Gavilán estaba empapelada de fotografías. En una aparecía Homero Gavilán abrazado con Elías Figueroa y en otra con Carlos Caszely. El entrenador se dio cuenta de que miraba esos retratos.

      –Don Elías y Carlitos –dijo con una sonrisa de satisfacción–. Yo les enseñé a jugar a la pelota. Durante años fui asistente de grandes técnicos, pero nunca conseguí que me dieran a mí la oportunidad para dirigir un club profesional. Al menos, me queda la satisfacción de haber formado jugadores.

      –No soy bueno para la pelota –dije sin saber por qué.

      –El fútbol hay que vivirlo, no se aprende en ninguna universidad. No hay nada que aprender, ¿sabe por qué?

      –No 

     –Dígame, ¿qué ciencia puede existir correr detrás de una pelota? Ninguna. O se nace o no se nace con el don de jugar a la pelota. ¿Cómo me dijo que se llamaba?

      –Quique Hache, detective.

      –Lo noto un poco joven para detective. Hoy en día los jóvenes son los que dirigen este país, no hay vuelta, y los viejos nos extinguimos poco a poco.

      Hice una pausa para dejarlo protestar.

Cuando pareció calmarse le pregunté:

      – ¿ Tenía enermigos Cacho Ramírez en el equipo?

      – ¿Enemigos? Todo el mundo quiere a Cachito, si tiene un corazón de gelatina. Todos lo aprecian, aunque él sea un poco reservado, pero yo creo que es por timidez. Hace dos años está en el equipo y desde esa fecha el Ferro ha mejorado notablemente.

      – ¿No se le conocían familiares o amigos?

      –Nada de eso se sabe. Es muy reservado Ramírez, se lo dije. Mi teoría es que lo secuestraron los del Deportivo Malloco; saben que el arquero es nuestra cábala. Sin Cacho los nuestros andan como fantasmas, entran a la cancha sin seguridad, predispuestos a la derrota, y así un futbolista no se puede presentar. 

      – ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

      –Como todos, lo vi por última vez en el partido contra el Abraham Lincoln F.C. de La Granja. Aunque el problema empezó antes. 

      – ¿El problema?

      –Un mes antes vino a tocarme aquí la puerta y me dijo: don Homero, quiero hablar con usted algo importante. Me confesó que tenía miedo.

      – ¿Miedo de qué?

      –Un arquero con miedo es fatal en cualquier equipo. Pero otro tipo de miedo era el que tenía Cacho. Había recibido amenazas de muerte por teléfono, debía dejar el puesto del Ferro si quería vivir.

      –Pero él siguió en el equipo.

      –Fijo. En ese último partido estaba inquieto. Igual se lució y atajó todo lo que llegaba, pero sin que se le borrara la cara de preocupación que llevaba. Estábamos dos cero adelante contra el Lincoln, faltaban cinco minutos y nada podía ocurrir. En ese momento escuchamos dos disparos que retumbaron en el estadio. Tal vez no fueron disparos, pero sí dos fuertes detonaciones. El primero en notarlo fue Cacho, que se dejó caer al suelo fingiendo una lesión. Lo llevamos en camilla al vestuarios. Ésa fue la última vez que lo vimos. Luego me avisaron que si vestirse, con la ropa de arquero, salió del estadio, subió a un taxi y desapareció. 

      Conversamos de otros detalles con el entrenador, mientras por mi cabeza pasaban las ideas, Cada vez parecía más complicado el trabajo de detective. No era como los detectives de la televisión donde todo se resuelve en la hora que dura la serie. No tenía ninguna pista segura. Pensé en el mar azul de Concón, en los primos jugando baby fútbol en la arena, en todos los amigos de mí papá que invadían la casa de la playa para comer y conversar de política o de fútbol, del Chino Ríos o de Pinochet, siempre riéndose, como si la vida fuera una gran broma, Supongo que llegar adulto es un poco eso, reírse de todo.

      –Usted es muy joven para detective privado –me dijo Gavilán y con mirada de técnico agregó–: ¿No le han dado ganas de probarse en algún club de fútbol? al ojo le calculo que tiene pinta de siete, pieza clave por la rapidez y la astucia.

      –Como le dije, no soy bueno y no me gusta mucho el fútbol –respondí.

      –No conozco a nadie qué no le guste el fútbol. Usted es el segundo que me viene con semejante barbaridad, porque el primero afirmaba que el fútbol le aburría. Ése fue justamente Cacho Ramírez. Antes que el fútbol prefería otras cosas, por ejemplo manejar autos, eso me dijo, ¿puede creerlo?

      – ¿Manejar autos?

      –Era lo único que sabíamos de él, que fue chofer de micros y camiones antes de convertirse en arquero. Fue lo único que supimos de él en tres años.


Quique Hache, detectiveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora