Biblioteca

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Delante de mí se alzaba una puerta de al menos cuatro metros. El camino hacia allí no había sido fácil, pero lo había encontrado. Estaba contenta porque Éclair no parecía muy cansado. Aún era un caballo joven, y eso ayudaba. Miré a mi alrededor: el bosque era tenebroso y no se oía nada a parte de las hojas que se movían con el viento. Bajé de Éclair y abrí la puerta con fuerza. Era de hierro y pesaba mucho. 

Seguí un camino de tierra y ante mí observé un palacio de grandiosas dimensiones. Había tres torres, y la del medio se alzaba hasta rasgar el cielo. En las paredes de piedra había grandes ventanales que dejaban entrever luz. Hacía mucho frió, y me apresuré para llegar a la puerta principal. Llamé con dos fuertes golpes. 

Pocos segundos después, una mujer de pequeña estatura me abrió la puerta. Iba vestida con ropas de criada, y una dulce sonrisa se dibujó en su fina cara. 

— Hola, ¿en qué podría ayudarla?

— Hola — saludé. Noté que el frío mordisqueaba mi mano, que sujetaba firmemente a Éclair. — Me han dicho que necesitan a alguien para la limpieza, y he venido a por el trabajo. A propósito, ¿podría dejar mi caballo en algún sitio refugiado? 

— Claro — contestó la mujer. Su voz era dulce y parecía como si nos conociéramos de toda la vida — Fuera hay un par de establos. Le diré al herrero que se encargue del caballo. Un segundo. 

La mujer desapareció por unos minutos y vino con un hombre mayor. Se llevó a Éclair y a mí me hicieron pasar dentro. El calor me alivió y dejé mis abrigos en la entrada. El palacio era aún más majestuoso en el interior: suelos de mármol blanco, columnas decoradas, cuadros colgados en la pared... nunca había ido a un lugar como ese. La mujer — Marie — me explicó por encima las diferentes salas del palacio. Necesitaban a una chica para las tareas de limpieza, porque el polvo se acumulaba en los muebles. 

— Puedes empezar hoy mismo — anunció. Me sorprendió la rapidez con la que me había dado el trabajo, pero no podía permitirme pensarlo dos veces: necesitaba el dinero. 

Marie me acompañó a una pequeña habitación donde se encontraba toda la ropa de trabajo. Me puse un vestido negro y un delantal blanco, y me recogí el pelo en una coleta baja. Me dio un paño y algunos cepillos y me dijo qué tenía que hacer: tenía que fregar el suelo de la entrada. Habían venido invitados y el señor había pedido que todo estuviera reluciente. 

— ¿Quién es el señor, si puedo preguntar? — Marie me había transmitido mucha confianza y le hice varias preguntas. Me sonrió. 

— El señor del palacio se llama Will Turner. Es el último miembro real de la comunidad que queda. Su familia murió a causa de la epidemia que hubo hace unos años. 

Suspiré. Mi madre también había muerto por eso. 

— ¿Cuántos años tienes, jovencita? — dijo Marie de repente. 

— Veinte. 

— El señor Turner tiene veintitrés años. Casi iguales. 

— Podremos ser buenos amigos, entonces. — dije sonriendo. Marie hizo una mueca. 

— No lo creo, señorita Céline. El señor no es muy... amigable. Desde que murió su familia, se volvió bastante... reservado. Es exigente y estricto, pero en el fondo tiene buen corazón. Hace muchos años que lo conozco. 

Marie parecía hablar del señor como si fuera su hijo. Aunque no me gustó demasiado que dijera que fuera exigente, decidí intentar caerle lo mejor posible: después de todo, estaba trabajando para él. 

Me puse manos a la obra: limpié el suelo de la entrada, saqué el polvo de los muebles (mientras admiraba las reliquias que había en ellos), cambié el agua de los jarrones, ayudé a Marie a colgar unas cortinas... el trabajo era duro, pero por primera vez en mucho tiempo, sentí que estaba trabajando para ganar lo que necesitaba. Según me había dicho Marie, saldría de trabajar a las ocho de la noche. Quedaba una hora, y me dediqué a lavar los platos de la cocina junto a otra criada llamada Laura. 

— El señor quiere te — anunció alguien en la cocina. Todas estábamos trabajando, y la cocinera me llamó. 

— Coge el te que he preparado y llévaselo al señor. Rápido. 

Cogí una bandeja con una taza, una tetera y el azucarero y me dirigí hacia donde me habían dicho que el señor se encontraba. Al parecer estaba en la biblioteca. Marie me indicó dónde era, y cuando llegué llamé a la puerta. No oí nada, así que entré. 

Me habían dicho que tenía que servirle por la izquierda. Intenté recordarlo, no quería hacerlo mal. Observé la sala a mi alrededor y me sorprendí: habían miles de estantes repletos de libros, de todas las medidas y colores. Estaban mal ordenados, y pensé en mi padre: disfrutaría ordenando cada uno de ellos. Al fondo, vi una mesa al lado de un fuego y encima del sillón vi a alguien leyendo. Era Will, y vi su pelo castaño desde detrás.

Me acerqué con cuidado. 

— Señor, le traigo el te que ha pedido. 

— Déjalo en la mesa — respondió sin más. No se movió del sillón. Estaba leyendo un libro que parecía bastante viejo. Estiré el cuello para ver cuál era, y entonces algo cayó. 

Se oyó algo caer en el suelo y se rompía en pedazos. El corazón pareció salirme del pecho: se había caído el azucarero justo al lado del sillón donde el señor estaba sentado. Todo el azúcar estaba esparcido por la alfombra y el recipiente estaba hecho añicos. 

— Dios mío, lo siento mucho — me disculpé. Me agaché para recogerlo lo antes que pudiera, y al coger un trozo de tetera me corté el dedo — Maldita sea. Lo siento. 

— ¿Quieres estarte quieta? Déjame ver — dijo el señor. Su voz parecía cansada. Me levanté y lo observé: seguía sentado en el sillón. Era joven, con el pelo largo castaño oscuro y los ojos del mismo color. Tenía barba de tres días, y la camisa que llevaba dejaba entrever su pecho musculoso. Me observaba con atención, y yo hacía lo mismo con él. Era muy atractivo. 

— Es un poco profundo — anunció. Seguía saliendo sangre, y me escocía un poco. Se levantó del sillón y fue a buscar algo. Volvió con un trapo.

— A ver — enrolló el trapo en mi dedo y presionó para que dejara de sangrar. El trapo se tiñó de rojo escarlata. 

— Gracias — dije mirándolo. Me observaba curioso, intentando estudiarme. 

— ¿Desde cuando trabajas aquí?

— Desde hoy, señor. Me habían dicho que necesitaban a alguien más aquí, así que vine en busca de trabajo este mediodía. Marie me dijo que podía empezar hoy mismo. 

— Ahora entiendo por qué me has servido tan pésimamente. 

Pensé que lo decía a broma, pero no fue así. Su rostro seguía serio. Me soltó el dedo cubierto por el trapo. 

— Lo siento, señor. 

— Deja de disculparte — su tono era seco. Aun así, sus ojos parecían cálidos. Asentí y me dirigí hacia la puerta: tenía que limpiar aquel desastre. Oí sus pasos detrás de mi. 

— Después de todo, ¿puedo saber tu nombre? 

— Céline, señor. — Sentí que me juzgaba de nuevo. Abrió la boca para decir algo, pero cerré la puerta de la biblioteca. No quería que me volviera a humillar. 

El mar entre nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora