Nuevas amistades

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Pensé que aquello sería lo que finalmente me derrumbaría. Pero era todo lo contrario. 

Después de la emboscada pirata, muchos de la tripulación habían muerto. El barco estaba bastante hecho polvo, y los días siguientes nos dedicamos a reparar todo aquello que estaba roto. Después de todo, habíamos tenido suerte: otros compañeros no habían logrado salvarse de las emboscadas. 

A pesar de que los piratas no contaran con grandes embarcaciones ni armas, su manera de luchar era más avanzada a la nuestra: su juego era sucio. Luchaban sin razón, con el único objetivo de destruir tanto como pudieran. Nunca había visto tanta ansia por la destrucción. 

La misión ahora era llegar al puerto mas cercanos, en las Américas. Probablemente llegaríamos a un pequeño archipiélago. El problema era que estaba infestado de barcos pirata y teníamos el aviso de que era una zona peligrosa. La tripulación parecía molesta, y lo entendía, pero dentro de mí ansiaba llegar a aquel destino. Mi esperanza se había vuelto muy fuerte, y la llave que tenía colgando de mi cuello y rozaba mi pecho era lo que podía salvar mi futuro. Esta vez tenía claro no fallar. Lo hacía por mí, pero lo hacía aun más por Céline. 

Los días pasaban y los recuerdos de nuestro encuentro fugaz no se borraban de mi memoria: Me había sorprendido viéndola sujetar una espada con tanta decisión; parecía no encajar con su cuerpo tan delicado y bello. Recordé sus ojos, que me miraban fijamente mientras me explicaba los horrores que había vivido en aquella embarcación. Suspiré y deseé que no sufriera. Deseé que aquel maldito pirata no le pusiera un dedo encima. 

Un marinero interrumpió mis pensamientos. 

— Señor — llamó con cuidado. Me giré y vi que el camarada era un joven de unos diecisiete años.  Me observaba con detención, miedoso ante mi respuesta. Su inseguridad me recordó a mí, y decidí sonreírle. Después de todo, tan solo era un niño. 

— ¿Sí? 

— ¿Le importa si me siento a su lado? — preguntó con miedo. Era de noche, y habíamos pasado el día limpiando escombros del barco. El muchacho parecía agotado, como todos los demás. Me entristeció, y le ofrecí un sitio a mi lado. Se sentó y observamos el mar en silencio. Había visto aquel muchacho un par de veces, pero no recordaba su nombre. 

— ¿Qué te trae por aquí? — dije después de unos minutos de silencio. El chico carraspeó, y con torpeza se abrigó. Hacía viento frío. 

— Mi padre es el segundo capitán, señor. Vengo como aprendiz de marinero. 

Me sorprendió que su padre le permitiera navegar tan joven. No obstante, recordé que yo empecé a ser educado desde bien pequeño. Mis padres nunca habían sido estrictos conmigo, pero si intentaban enseñarme cualquier formalidad por lo que al mundo monárquico respetaba. Extrañamente, se me hizo un nudo en la garganta al recordarlos. 

— Eres muy valiente viniendo aquí, y más después de lo que hemos visto — le dije. El chico sonrió, como si agradeciera que le diera ese cumplido. 

— Señor — empezó. En su voz había duda —. Sé que no son mis asuntos, y no quiero que piense que es violento... pero mientras había la emboscada, bajé a la bodega en busca de pólvora y le vi a usted con una... mujer. 

Me sorprendió que nos viera. No mencionó nada de ningún pirata, así que supuse que nos había visto cuando hablamos los primeros minutos con Céline. Por alguna razón, sentí que tenía ganas de hablar sobre el tema. No me importaba que aquel muchacho hubiera presenciado un momento tan íntimo como aquel. 

— Es cierto. Aquella era mi enamorada: Céline. Estaba cautiva con los piratas, y consiguió salir, pero la volvieron a capturar. — carraspeé después de que la voz se me quebrara. El muchacho me miró con un gesto de pena. 

— ¿Y va a ir a por ella? — preguntó inocentemente. 

— Así es. 

— No me extraña que vaya a buscarla. Si me permite decirlo, era una mujer muy bella. 

Sonreí. 

— Y además de bella, es más inteligente que todos los cerebros en esta embarcación — el chico rio. Su risa me alivió, como si no hubiera escuchado una carcajada en mucho tiempo. Pensé en Céline.

— Sabe, señor — empezó el chico, que parecía tener más confianza cada vez que hablaba — algún día espero encontrar a alguien como Céline. Y espero que mi padre lo acepte. 

El chico parecía decepcionado. Vi que temblaba, y le pasé una manta para que se tapara. 

— ¿Y por qué no iba a aceptarlo? 

— Mi padre es muy estricto conmigo. Yo entiendo que lo sea, porque sé que quiere lo mejor para mí, pero a veces...

Lo que dijo me recordó a mí. Yo sabía más que nadie lo que era una educación inculcada. Y aunque mis padres nunca me obligaron a hacer nada que no quisiera, desde pequeño aprendí todo lo que suponía ser rey. Lenguaje formal, protocolos, incluso gestos. Todo en aquel mundo estaba estudiado, pero, ¿quién decía que aquella manera era la mejor?

— Si quieres un consejo — empecé, intentando no sonar como un tripulante sabelotodo —, sigue aquello que diga tu padre. Escucha sus consejos, intenta entender el por qué de su pensamiento. Pero nunca dejes que controle tu vida. Es importante ser crítico, pero al final lo que vale es qué piensas tú de ti mismo. 

El muchacho sonrió. A lo lejos, el sol se ponía, dejando pasar la fría noche. Deseé llegar a las Américas, en parte, por su clima caluroso y tropical. 

— Es el mejor consejo que me han dado nunca. Gracias. — nos estrechamos las manos con una sonrisa, ambos sabiendo que aquél era el principio de una amistad. 

— ¿Y cómo te llamas? — pregunté por fin.

— Edóuard, señor. Pero puede llamarme Edó. 

— Encantado de hablar contigo, Edó. Yo soy...

— William Turner. Lo sé, señor — dijo sonriente. Me sorprendió que me conociera. Acto seguido, Edó se levantó y se fue hacia la bodega, supuse que a dormir. Aquel chico me había sorprendido. Pensé que algún día le presentaría a Céline. Seguro que serían buenos amigos; pensaban de la misma manera. 

Y en aquella puesta de sol, me quedé dormido en la cubierta, preparándome para la próxima aventura. Para reunirme al fin con Céline.  


El mar entre nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora