Cambio de rumbo

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El pueblo recibió la comida que William había enviado con mucho entusiasmo. Hacía mucho tiempo que no veía a tanta gente sonreír. La cantidad de comida era muy abundante, lo que nos permitió repartirla justamente entre todas las familias. Nadie se quejó de nada. Hasta que llegó Pierre. 

Pierre era el hijo legítimo de la familia más rica del pueblo. Era hermoso y cruel. A veces iba a cazar con Théo, y siempre me explicaba que Pierre solía quedarse con gran parte de la caza. Era injusto y egoísta. Y estaba interesado en mi desde hacía mucho tiempo. 

— ¿A qué se debe tanta bondad por parte del monarca? — su voz, grave, parecía silenciar todo el demás ruido de la calle. 

— El señor celebró un banquete y no utilizó gran parte de la comida — expliqué —. Así que me dijo que quería repartirla, sabiendo que este año está siendo muy duro. 

— Ya, seguro — dijo en un tono de burla —. Por cierto, Céline, ¿cuándo vamos a casarnos? 

— No quiero casarme contigo, Pierre — dije con seguridad. Él hizo una mueca. No estaba acostumbrado a que le dijeran que no. 

— Pues claro que quieres, y debes. Ya va siendo hora de que formemos una familia. ¿Cuantos años tienes? ¿veinte? Deberías formar una casa. Nuestros hijos...

— No vamos a tener hijos — insté. Empezaba a molestarme. A lo lejos vi a Théo, que observaba con atención. No me gustó su gesto: estaba molesto. Se dirigió hacia nosotros. 

— ¿Qué está pasando? — Había apretado el puño. Théo se enfadaba rápido, y su cabello despeinado le daba un aspecto más duro. Pierre rió. 

— Nada, hermanito mayor. Tan sólo le estaba diciendo a tu hermana de que sería hora de que nos casáramos, ¿no crees? 

Cogí el brazo de Théo. Estaba tenso, y me temía lo peor.

— Céline se casará con quien quiera. Y no será contigo. 

— ¿Y por qué no?

— Porque ya estoy comprometida — solté. Théo me miró sorprendido, pero le apreté el brazo para que me siguiera. Necesitaba encontrar alguna manera para que Pierre me dejara en paz.

— Vaya, vaya — Pierre se rascó la barbilla, perfectamente esculpida — ¿Y quien es, si se puede saber? 

— No es del pueblo — respondí con seguridad.

A lo lejos, oí que mi padre me llamaba. Me despedí de Pierre y junto con Théo, nos dirigimos hacia casa.

Mi padre estaba tumbado en el suelo, respirando con dificultad. Me asusté mucho. Théo lo cogió y lo tumbó en su cama. 

— Papá, ¿qué ocurre? — dije mientras iba a buscar una toalla. Estaba sudoroso y temblaba, y me asusté. 

— Me he mareado y me he caído... creo que he cogido la gripe. No sé. Creo que me lo han contagiado... hay varia gente en el pueblo que se encuentra mal. 

— Te haré una taza de te — comentó Théo, que me observaba como si buscara respuestas. 

— ¿Quién está enfermo también? — pregunté. Tal vez, tenían alguna poción que ayudara a recuperarse a mi padre. 

Mi padre me nombró un par de personas que habían acudido a la librería y estaban enfermas también. Salí de casa: en poco tiempo tenía que ir a a palacio a trabajar, pero podía ir antes a visitar. 

Llamé a casa de la señora Leonora. Tardaron unos minutos en abrirme.

— Buenas día, señora Leonora. — saludé. La mujer me observaba con curiosidad. Tenía el rostro decaído, como si no hubiera dormido en horas. Me dijo que pasara. 

— Verá — comencé —, mi padre está muy enfermo. Él dice que es gripe, pero lo dudo mucho... me dijo que su hijo también lo está. ¿Sabe qué es? ¿Cómo se cura?

— Los médicos me dijeron que es una enfermedad propia de países muy lejanos. Hay cura... pero es una planta que sólo se encuentra en tierras tropicales. Se llama gaulteria. Está habiendo una epidemia por toda Francia, y hay varios navíos que van hacia las Américas en busca del remedio. Pero no tenemos dinero para conseguirla... es extremadamente cara... 

Su respuesta me dejó helada. ¿Una epidemia? Ya había perdido a mi madre en una de ellas... Tenía que encontrar la planta donde fuera. 

— Sé que le va a sonar extraño, pero, ¿Sabe de algún mercado... donde la vendan?

Leonora negó con la cabeza. Su rostro estaba demacrado. 

— Hemos buscado por todo tipo de mercados negros. Es muy difícil de encontrar...

— ¿Cuánto hace que su hijo está enfermo? — pregunté. 

— Unos meses. El dolor se puede aguantar, pero lo debilita con el paso del tiempo. Conocí a una mujer que le pasó lo mismo a su hijo. Duró tres años desde que contrajo la enfermedad... después murió — le caían lágrimas por las mejillas. Se me encogió el corazón —. No quiero que le pase eso a mi hijo, Céline. 

— Tengo que encontrar una manera de hacerme con esa planta... 

— Tan sólo hay una — siguió la mujer —. Es ir con el navío hasta allí y cogerla con tus propias manos. Están organizando navíos en el puerto del oeste de Francia. Yo no puedo ir... tengo que cuidar de mis otros hijos. 

Tragué saliva. La opción era cada vez más clara: tenía que irme con el navío a encontrar la medicina para mi padre. No podía perder a nadie más. 

El mar entre nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora