A la deriva

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La piel bronceada de Céline contrastaba con la de la gente del pueblo. Aun tenía las marcas de las quemaduras que había sufrido a bordo del barco, y mirarlas me provocaban tal culpabilidad que sentía un pinchazo en el pecho. 

Ella, sin embargo, desprendía luz: sonreía mientras entregaba la última esperanza que les quedaba a los enfermos; la planta curadora de aquella extraña enfermedad. Fuimos casa por casa, entregando unas hojas de la planta a las familias que lo necesitaban. Algunas me sorprendían: rostros desnutridos, sin dientes, la piel sucia. Sabía que existía la pobreza, y no era la primera vez que la veía ante mis ojos, pero me pregunté cómo era posible que Céline luciera tan bien aun perteneciendo al pueblo. 

— Ahora queda el último — suspiró. Parecía cansada y tenía ojeras bajo sus ojos castaños, pero no perdía la sonrisa — mi padre. 

— Todo irá genial — respondí, y besé su frente. 

— Me gustaría que vinieras... conmigo — tartamudeó. No entendí por qué dudaba. 

— Pues claro — dije, y agarré su mano con firmeza. Céline relajó los hombros y me guió hacia su casa. 

Estaba ligeramente aislada de la aldea. Era una pequeña clase de piedra, y fuera tenía un huerto no muy grande pero muy bien cuidado. Me pregunté si su padre se encargaría de él o lo haría todo Céline. 

— ¿Hola? — llamó Céline. La casa, por dentro, era igual de simple: piedra, madera. Pero había un ambiente hogareño especial en ella. Seguí a Céline hasta una habitación. 

En la cama yacía un hombre mayor, con el rostro sudoroso y barba de tres días. Era pequeño y delgado, y tenía los mismos ojos que Céline. A su lado, un chico bastante más joven le sujetaba la mano. Supuse que era Théo, el hermano de Céline. 

Clavó los ojos en mí y se levantó de repente. Su reacción me pilló desprevenido. 

— No, no, ¡Théo! No me ha hecho nada, está todo bien — dijo Céline posando las manos sobre el pecho de su hermano, que me escrutaba de arriba a abajo —. Tengo la planta. 

Théo observó el pequeño saco y suspiró con alivio. Sonrió y abrazó a Céline con fuerza. Yo me quedé en el marco de la puerta, sin saber bien qué hacer. 

— Papá, soy yo — Céline se apoyó sobre la cama, y su cabello rubio oscuro le cayó por la espalda. Estaba cansada y sabía que llevaba días sin dormir, pero me hacía feliz que hubiera conseguido el remedio para su padre. Me hacía feliz verla feliz. 

El padre de Céline parecía bastante débil, pero posó su mano sobre la de Céline. Ella rio y vi cómo le bajaba una lágrima por la mejilla. Quise abrazarla con todas mis fuerzas. 

— Théo, deberías hervir unas hojas y que se beba el té. Según lo que vi ahí, las propiedades curativas están en el agua que la hierve. Yo le pondré unas hojas sobre la piel, para que ayude también. 

Su hermano asintió y pasó por mi lado sin siquiera mirarme. ¿Por qué se comportaba así? ¿Le habría explicado algo sobre mí Céline?

— Ven, William — pidió Céline. Yo le hice caso y me acerqué a ella con cuidado. Su padre tenía los ojos abiertos para mi sorpresa —. Papá, él es Will. Es el noble para quien trabajaba, ¿recuerdas? y me ha ayudado a buscar tu medicina. Will, él es mi padre, Jean. 

— Un placer, señor — dije inclinándome ligeramente

— Lo mismo... digo. Me hubiera gustado conocerte en otras... circunstancias — respondió con una leve sonrisa. Me asombró que, aun estando tan enfermo, sonriera con tanta facilidad. 

Théo apareció con una taza humeante y se la dio a su padre. Céline y yo nos retiramos para no molestar. 

— Creo que debería irme. Debes estar con tu familia — dije aguantándome las ganas terribles que tenía de abrazar aquel delicado cuerpo. Céline me miraba con lástima, pero asintió. 

— Si puedo, mañana iré al palacio. Estaría bien ver a Marie y a las doncellas de nuevo. 

— No tengas prisa por eso. Ahora la prioridad es tu padre.

Me dirigí a la puerta. En la aldea me esperaban los lacayos con un caballo. Me pasé las manos por el pelo, sucio después de tanto viajar. Estaba exhausto. 

— Gracias por... todo — empezó Céline. Su discurso improvisado me pilló desprevenido —. Por dejarlo todo y embarcarte, por buscarme, acompañarme, yo... 

Rodeé con mis brazos su cintura y la acerqué a mí. Vi una lágrima en su mejilla y la enjuagué con un dedo. 

— Déjate de discursos tristes. Estás aquí, con tu familia, conmigo. Se ha terminado todo, ahora toca ser feliz — me incliné y la besé, consciente del discurso tan ridículo que acababa de dar. Céline me devolvió el beso con fuerza y recorrió sus manos por mi espalda. La electricidad volvió, como la noche en el navío. Aquella noche, en la que me había rendido ante esa electricidad, fuerte y constante, que tan sólo ella podía provocar. 

 — Te quiero — dijo cuando se apartó de mí. 

La respiración agitada. 

— Y yo a ti — besé su frente —una costumbre que había cogido— y me fui, dejando espacio para que estuviera con su familia. 

Los lacayos me esperaban en la plaza. Había un pequeño carruaje. 

— Buenas noches, señor — saludaron. 

— Buenas noches. A palacio, por favor. — dije mientras subí al carruaje. La luz rojiza del atardecer reflejó sobre el escudo del carruaje. Un escudo que no conocía. 

— Señores, ¿pueden decirme qué escudo es este? El mío, desde luego, no es. — los lacayos intercambiaron una mirada. Parecían confusos. 

— Es... el escudo de unión, señor. 

Escudo de unión. Esas palabras parecieron perforarme el pecho. El escudo de unión tan sólo significaba una cosa: matrimonio

Y yo no me iba a casar con nadie que no fuera Céline, pero pareció que el destino, una vez más, me apartaba de ella. 


El mar entre nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora