En el establo

616 54 0
                                    

Era un día perfecto para ir a montar a caballo. Era extraño que hiciera sol en otoño, pero me por alguna razón me alegró. Me vestí con las ropas que Marie me había lavado el día anterior y bajé a la cocina. 

— Buenos días, señor — saludaron las cocineras. Algunas me conocían desde que era niño, otras tan sólo llevaban un año ahí y me tenían miedo. Di los buenos días a todos. 

Desayuné con unos amigos que habían venido desde la otra punta del país. No tenía muchas amistades, pero ellos siempre estaban ahí. Me pusieron al día de todo lo que sucedía en el sur: ya había empezado la temporada de bailes y demás festejos para contraer matrimonio. 

— ¿Y tú cuándo, querido Will? — preguntó Leo. Esa pregunta siempre me había incomodado; vivía sólo en mi castillo, y no necesitaba a nadie más. Es más, el matrimonio lo veía imposible en mi situación. 

— No lo he pensado — respondí. En verdad sí que lo había hecho, y muchas veces, pero sabía que mi carácter era difícil. Hacía años que me había aislado de todo y sería estúpido intentar volver a conectar con todo lo que suponía ser príncipe.

— Deberías organizar un baile en tu castillo para ver qué reinos vienen. Con lo apuesto que eres, no te costaría demasiado. Tienes edad para ir pensando en tu futuro. 

Las charlas sobre cómo debía comportarme me aburrían. Hice lo que siempre hacía: hacerme el tonto. Sabían que ese tema no me gustaba, y aun así insistían. Cambié de tema.

— ¿Vamos a montar hoy o el año que viene?

A pesar de que siempre me lo preparaban todo, siempre quería preparar el caballo por mi mismo. Cuando era pequeño, mi padre me había enseñado todo sobre la equitación: amaba los caballos y en consecuencia los amé yo. Los trataba como si fueran mis propios hijos, y a cambio ellos me daban la satisfacción de montar por el bosque. 

El paseo fue largo e intenso. Leo y los demás hablaban sobre su día a día: bailes, mujeres, fiestas, dinero. Me gustaba estar con ellos, pero siempre hablaban de lo mismo. Añoraba hablar de libros, historia y curiosidades. Al parecer, todo eso no era muy presente en su día a día. 

Llegamos a palacio por la tarde. Había empezado a llover mucho, y ordené a los criados que guardaran los caballos de mis amigos. Ellos se dirigieron a sus aposentos. 

— ¿Adónde vas? — preguntó Jean Luque

— Tan sólo yo toco a mi caballo. Ahora volveré. 

Entraron en el palacio y me dirigí hacia las cuadras. Llovía cada vez más. 

— Señor, ¿está seguro de que no quiere que le guarde yo el caballo? — preguntó un criado. 

— Sí. 

Estaba empapado, pero no me importaba. Llegué a los establos, y en el fondo vi a alguien sacándose el abrigo. Estaba empapada, y también su caballo. Era Céline. 

— ¿Qué hace aquí? — dije en un tono demasiado brusco. La observé directamente: el pelo rubio oscuro estaba empapado y se le pegaba en el cuello, fino y esbelto. Sus ojos castaños me observaban sin miedo, pero con respeto. Con la mano derecha aguantaba firme su caballo castaño. Mojada parecía frágil. 

— Guardando el caballo, señor — respondió. Hacía una semana desde la última vez que la había visto, en la biblioteca. 

— ¿Cuánto tiene? — pregunté señalando el animal. Céline lo acarició. 

— Dos años y medio. Es muy joven. 

Dejé a mi caballo en su cuadra y me acerqué hasta ellos. Céline estaba temblando, pero no dijo nada. 

— Es un caballo precioso. ¿Cómo se llama?

— Éclair. 

— Relámpago. Bonito nombre — me acerqué al animal y lo acaricié. Tenía el pelaje mojado, y noté que estaba tenso — Tengo unas toallas en aquel armario de allí. Deberíamos secarlo un poco. 

Céline fue a buscar las toallas. Yo sujetaba a Éclair, que parecía no fiarse mucho de mi. Céline frotó la toalla por el animal, y los dos secamos su pelaje. 

— ¿Le gustan los caballos? — me preguntó Céline. Aun siendo duro con ella, seguía intentando hablar. 

— Mucho. Desde niño he tenido diferentes, y antes practicaba equitación. 

— Son animales muy nobles — respondió. Me fijé en que seguía temblando, y sus labios parecían tener un color violeta. Fui al armario y cogí otra toalla limpia. 

— Esta es para usted — se la di. Céline sonrió y nos observamos. 

— Gracias, señor. 

— Puedes llamarme William — hacía mucho tiempo que no dejaba a nadie llamarme William, pero aquella formalidad me cansaba. Céline asintió —. Pero intenta no llamarme así delante de Marie, porque te reñirá y te dirá que es una falta de respeto. 

Céline rió y yo sonreí. Era aliviador. 

— A mi no me gustaría que todo el día me dijeran «señora». 

Dijo la frase con naturalidad, sin filtro alguno. Después me miró y se sonrojó. Pensé que era hermosa. 

— No quería decir...

— La he entendido — la interrumpí —. A veces echo en falta que me traten como uno más. 

— No diga eso — Céline se había puesto la toalla encima de los hombros. Se estaba secando el cabello —, es muy afortunado. Ser uno más es... difícil. 

— También lo es ser yo — repliqué. Sabía que no lo había dicho con mala fe, pero aun así me volví. 

— Y no lo niego, William, pero usted cada noche se va a dormir sabiendo que mañana tendrá comida en la mesa. 

Su voz resonó en las paredes del establo. Se quitó la toalla de los hombros y la plegó. Miró hacia abajo. 

— Discúlpeme. Tengo trabajo que hacer. 

Y se marchó del establo, caminando deprisa bajo de la lluvia. No sabía por qué, pero me sentía como un estúpido. O tal vez la estúpida era aquella muchacha, que no conseguía entenderme. 

Me enfadé y dejé las toallas allí, maldiciendo todo por no sentirme comprendido. Por ser de aquella manera, tan frío que nadie me llegaba a conocer bien. 

Salí del establo y me quedé bajo la lluvia. Dejé que me mojara entero. Al fin y al cabo, mañana volvería a estar bien. 


El mar entre nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora