Tú y yo

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Seguía sin creérmelo: tenía en mis manos el saco con la planta medicinal para mi padre y para la gente de la aldea que lo necesitara. El viaje había sido largo y duro, pero por fin ya terminaba. Había sido una aventura que nunca olvidaría, no sólo por todo lo que había pasado, sino porque era la primera vez que salía de la aldea y veía el mundo.

William había conseguido que el capitán del barco donde había viajado nos aceptara. Le había dicho que yo era su esposa y que Edó era su sobrino, y que los piratas nos habían raptado y por eso tenía tanto interés en llegar a las Américas. Ya había anochecido, y William le había dejado su camarote a Edó, que parecía bastante animado pese haber perdido el dedo. Yo me había ocupado de racionar la comida entre los marineros y ayudé un poco a recoger las velas; era lo menos que podía hacer.

— Señorita, le hemos preparado un pequeño camarote para usted y su esposo — me informó un marinero. Me señaló una pequeña sala cerca de la bodega. Asentí y me dirigí hacia allí. Me sorprendió encontrarme un pequeño barril con agua y jabón: hacía días que no me aseaba, y las quemaduras del sol aun me escocían. Me desvestí con cuidado, aunque casi no me quedaba vestido debido a los cortes y destripes que tenía. Busqué en un cajón y encontré una camisa de gran tamaño. Me serviría como ropa de dormir. Me acerqué al barreño y poco a poco me fui lavando: froté el jabón por las piernas, brazos y cabello. Me escurrí con cuidado y me sequé con un trapo viejo. De repente, oí que la puerta se abría y me quedé inmóvil.

Will entró con normalidad, pero cuando me vio se dio la vuelta de prisa.

— Dios mío, perdón — dijo con el paño de la puerta en las manos. Miraba hacia fuera, ruborizado. Yo sentí que las mejillas se me encendían y tenía calor.

— No pasa nada, ya casi estoy — dije mientras me ponía la camisa que había encontrado. Olía a humedad y polvo, pero era mucho mejor que mi vestido —. Ya puedes pasar.

Will entró, aun dubitativo. Me hizo gracia verlo de aquella manera, tan pudoroso y avergonzado. Me observó con sus ojos castaños y noté que me ponía nerviosa. Aquella sensación era bastante común cuando Will estaba cerca.

— ¿Cómo estás? — preguntó, esta vez con el tono de voz de siempre. Se había quitado la espada y el cinturón y sólo llevaba una camisa puesta, que dejaba entrever su fuerte pecho. Me fijé un poco y vi que el vendaje estaba limpio y bien puesto.

— Bien — dije recogiéndome el pelo. Vi que William observaba todos mis movimientos. Intenté hacerme un moño, pero los brazos me dolían por culta de las quemaduras. Hice una mueca.

Will se acercó a mí lentamente. Estábamos a centímetros de distancia. La luz de la vela iluminaba vagamente el camarote, que se mecía poco a poco por el mar. Pensé que iba a besarme, pero me cogió la manga de la camisa y la arremangó. Me sentí estúpida.

— No puedes estar bien con esto así — sentenció Will. Tenía el ceño fruncido —. ¿Qué te hizo?

— Me ató a un mástil y me dejó un día entero allí. Hacía mucho sol y el vestido no me tapaba demasiado...

—¿Cómo alguien puede hacer algo así? — dijo Will. Parecía estar pensando en voz alta. Me sorprendió ver cómo se rompía un trozo de camisa y lo mojaba con el agua del barril. Escurrió la tela y la posó sobre mi brazo. Hice una mueca, pero aliviaba mucho.

— Deberíamos haberle dicho al médico que te diera algo para ti también...

— No te preocupes. En realidad, tampoco es tan grave — el silencio se interpuso entre nosotros. Will tenía mucho mejor aspecto, y tenía unas ganas terribles de pasarle la mano por el cabello. La barba de tres días le daba un aspecto mayor pero también más atractivo. Sus ojos me observaban con detención, y deseé que aquel instante durara para siempre.

El mar entre nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora