Amigos

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La situación era complicada. 

Había conseguido (con mucha dificultad) sacar a Will y a Edó de allí. Jackie me había amenazado a muerte unas cuantas veces, pero seguía atrapado en la trampa y no podía hacer nada. 

William seguía inconsciente; había perdido bastante sangre. Lo había arrastrado con la ayuda de Edó hasta el pueblo. Ahora necesitábamos encontrar un médico. 

Por otra parte, Edó seguía muy herido, pero me sorprendió que no se quejara demasiado. Le había hecho un torniquete con la tela de mi vestido, ahora casi un trapo. Era consciente de que había perdido un dedo, pero aun así me había ayudado con Will, demostrando que aun siendo un adolescente, tenía mucha más fuerza que todos los piratas a los que nos habíamos enfrentado. 

— Edó, quédate aquí y no te muevas, ¿vale? Y si Will se despierta, dile que se quede aquí también — dije, y Edó asintió sin decir una palabra. Observé el cuerpo de Will: seguía con los ojos cerrados y el vendaje que había improvisado empezaba a teñirse de escarlata. 

Fui corriendo al pueblo. Los habitantes no hablaban francés, pero intenté comunicarme con ellos. Les dije que necesitaba un médico. Pedía ayuda. Una mujer negó la cabeza, señalándome la bolsa de fruta que llevaba en la mano. Me dirigí a la panadería e hice la misma pregunta. De repente, una mujer se dio la vuelta y me observó con atención. 

— Yo sé dónde puedes encontrar un médico — dijo con acento. Me alivió saber que alguien hablaba un poco de francés. Asentí y la seguí. La mujer, de unos cuarenta años, tenía el pelo negro como el carbón y la piel tostada. Tenía aspecto sano. Me guió hasta una barraca, y me dijo que allí vivía ella y su familia. 

— Mi esposo es médico — informó. Yo suspiré y esperé en la entrada. Al cabo de unos segundos, salió un hombre con la piel más oscura que había visto nunca. Tenía los labios gruesos y el pelo muy rizado y corto era canoso. Me observó con expresión simpática. 

— Él no habla francés, yo puedo venir con vosotros — dijo la mujer. Asentí y me dirigí hacia donde estaban Edó y Will. El hombre había cogido una maleta con todo lo que necesitaba. En ese momento, pensé que era un ángel de la guarda. 

Llegamos al sitio y en el suelo había Edó y Will, que ya se había despertado. Ambos se habían apoyado a la pared y se sujetaban los vendajes. 

— Chicos, he encontrado a un médico. Este hombre nos ayudará. Su mujer habla un poco el francés — dije señalando a la pareja. El médico se acercó a ellos e hizo una mueca: era grave. Primero empezó con Edó: le quitó el torniquete improvisado y observó la mano. Yo tuve que apartar la mirada, recordando el charco de sangre y el dedo que había en el suelo. El hombre le dijo algo a su mujer, que abrió la maleta llena de utensilios médicos. Le pasó una aguja, un líquido incoloro y varios vendajes. Edó chilló cuando le puso el líquido, pero parecía aliviarle el dolor. A continuación, la mujer sacó unas hojas y empezó a ponérselas por la mano. El hombre le vendó. 

— Mucho mejor — dijo Edó. En su rostro había desaparecido la mueca de dolor —. Gracias — le dijo a la mujer, que sonrió con amabilidad. 

Era el turno de Will: la mujer le pidió que se incorporara un poco. Él hizo caso. Llevaba el cabello castaño suelto y se le pegaba a las sienes. Estaba sudando mucho, seguramente por la pérdida de sangre. Aunque su herida también era grave, no se podía comparar con la de Edó. El corte que tenía en las costillas era un poco profundo, y el médico siguió con el mismo ritual: limpiar, poner hojas, vendar. Will se puso poco a poco de pie y le dio la mano al médico, dándole las gracias. Pensé que nunca hubiera imaginado que Will fuera tan simpático con un desconocido. 

La mujer y el hombre iban a marcharse, pero Will les dijo que esperaran. A continuación, sacó una bolsita de su bolsillo y se la dio: dinero. La mujer lo observaba con sorpresa, y el médico también parecía sorprendido. 

— Es lo menos que les puedo dar — le dijo Will a la mujer. Ella cogió la bolsita con vacilación, y el hombre le dijo algo que no llegamos a comprender. 

— Gracias... los blancos nunca nos habían pagado por el trabajo — explicó la mujer. Yo fruncí el ceño, ¿cómo podía ser?

— Cualquier trabajo, hecho por cualquier persona, tiene que ser recompensado — dijo Will. Lo miré por el rabillo del ojo. Parecía mucho mejor, y tenía muchas ganas de estar a solas con él, hablando de todo lo sucedido. 

— Conocen — empecé a decir — una planta que sirve para curar una enfermedad muy... ¿extraña? Me interesaría comprarla. 

Ahora todos me observaban. La mujer dijo algo en un idioma desconocido, y el hombre asintió. Suspiré de alivio: ¿sabía de lo que estaba hablando?

— Últimamente los blancos siempre buscan la planta — dijo por fin la mujer —. Nosotros tenemos un poco en casa. Mis hijos la recogen del bosque. 

Nos pidieron que los siguiésemos y así hicimos. Llegamos a su casa y el hombre sacó un saco de tela. Dentro había hojas de una planta desconocida secas. La mujer me explicó cómo debía usarla. Cogí una hoja entre mis manos y la observé: aquello iba a salvar a mi padre. La esperanza en mí había vuelto. 

Los ojos se me llenaron de lágrimas. 

— ¿Cuánto por todo el saco? — pregunté con la voz temblándome. 

La mujer tradujo lo que dije. El hombre dijo algo en su idioma. 

— Nada. Sois los primeros blancos que nos tratan bien. Amigos — dijo la mujer con una sonrisa. 

El mar entre nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora