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Siempre me había gustado el otoño. Los colores rojizos embadurnaban el pueblo y todo parecía un cuento de niños. El agua del lago era cristalina, y las hojas caían en él creando suaves ondas. El tiempo empezaba a ser frío, pero a mí no me molestaba. Era gracioso ver a la gente del pueblo con las mejillas coloradas. Respiré hondo. Era mi estación favorita del año. 

Fui al centro del pueblo a comprar, como cada día. Mi padre trabajaba en la librería, y mi hermano se iba de caza. Aunque mi madre había fallecido hacía diez años, siempre habíamos sabido cómo organizarnos. Había épocas mejores que otras, pero siempre salíamos adelante. 

Aun así, ese año estaba siendo difícil. Había habido muchas lluvias y las cosechas se habían echado a perder. La fruta y la verdura eran casi imposibles de comprar. La carne era cara. Los negocios eran difíciles de mantener. La pobreza se notaba en la pequeña aldea donde vivíamos: la gente ahorraba lo máximo que podía, se habían suspendido las fiestas que hacíamos cada estación. En general, todos lo estábamos pasando mal.

Hacía una semana que había perdido mi trabajo. Hacía cinco años que trabajaba con la señora Léclée, la panadera del pueblo. Yo ayudaba a hacer pan, lo amasaba y lo cocía. El negocio se vio afectado por la mala época, y la señora Léclée me despidió entre lágrimas. Ahora, me dedicaba a ayudar donde me necesitaran, y así conseguía algo más de dinero para mi familia, pero necesitaba encontrar algo más estable. 

— Buenos días, Céline — saludó el señor Jean. Había montado su parada de frutos secos en la calle. Era día de mercado. 

— Buenos días, señor Jean. Póngame 100 gramos de nueces, por favor — El mercado estaba desierto y los productos que se vendían eran casi decadentes. Suspiré. 

— Serán 3 escudos, pequeña Céline — Me entregó la bolsa con las nueces. Saqué mi saco con los escudos. 

— Hacía mucho tiempo que no estaban tan caras — anuncié mientras le daba el dinero. El señor Jean hizo una mueca. 

— Lo sé. Hay poco de todo, y nos cuesta una fortuna. Más vale que Dios nos ayude, pequeña Céline. 

Me despedí del señor Jean y me dirigí hacia casa. Pensé en todo lo que debía hacer: cepillar a Éclair, mi caballo; barrer la casa, ayudar a retirar libros de la librería. Abrí la puerta y me encontré con Théo. Llevaba una cesta con carne. 

— Buenos días, querida hermana — saludó. Me despeinó con sus manos gigantescas y se fue hacia la cocina —. He conseguido cazar tres conejos. Tendremos buen almuerzo. ¿Y papá?

— Sigue en la librería. Tengo que ir a ayudarlo. ¿Podrás cocinas tú?

Suspiró. Odiaba cocinar. 

— Está bien. 

— Gracias. ¡Nos vemos luego!

Salí de casa corriendo. Mi padre tenía la librería a dos calles. Aunque era un negocio con pocos clientes, mi padre decía que aquellos que venían tenían dos dedos de frente. Él me había enseñado a leer, y gracias a eso había podido leer magníficas historias de sus viejos libros. Entré en el local y vi mi padre en una escena habitual: sentado en la silla, con su monóculo leyendo un libro. 

— Hola, papá — saludé. Él levantó la cabeza un segundo y siguió leyendo — ¿Qué haces?

— Esa — empezó mi padre. Siempre había sido un hombre muy especial. En el pueblo lo consideraban bastante raro, pero yo quería pensar que tan sólo era muy culto — es una pregunta estúpida. 

Reí: aquel hombre tenía respuestas para todo. 

— Tengo una cosa para ti — anunció apartando el libro a un lado. Cogió un papel y me lo dio. Fruncí el ceño — La señora Léclée me ha dicho que te de esto. También me ha dicho que se sentía en deuda contigo porque habías trabajado muy bien en la panadería. 

Era una carta. El papel de pergamino estaba arrugado y la letra escrita en él era desigual, pero la leí con mucha curiosidad:

Céline, 

Siento haberte despedido. Sabes que no había trabajo. Este año está siendo terrible. Aún así, me he enterado de que buscan a alguien para limpiar un palacio a las afueras del pueblo de al lado. Se halla en el bosque, y pertenece a alguien muy rico. Espero que encuentres una oportunidad allí. 

Con amor, 

Marise Léclée 

Debajo había escrita una dirección. Miré a mi padre. No dije nada. 

— ¿Lo has leído? — pregunté. Él rio. 

— Puede ser. 

— ¿Qué opinas? 

— Que es una muy buena oportunidad para empezar un trabajo. En el pueblo no encontrarás nada, y a ti se te da muy bien hablar con la gente. Pruébalo. 

Suspiré. Si el palacio se encontraba en las afueras del pueblo de al lado, significaba que debía llevarme a Éclair. Era un caballo joven, pero necesitaba comer y beber y descansar. Supuse que el palacio tendría cuadra para él. 

— Iré esta tarde. 

El mar entre nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora