Sobre el silencio de aquella noche de octubre se escuchaba un carraspeo de hojas secas. Pese a la leve bruma, podía distinguirse la extenuada figura de Vicente junto al nogal.
Vicente cuidaba del jardín después de que los propietarios de la mansión hubiesen abandonado aquel. Sus cansados brazos desplazaban rítmica mente el rastrillo, despejando el suelo allí donde antes hubo una rosaleda inundada de alegría, en la que jugaban los niños de una familia feliz. Los pequeños acostumbraban a pasar las mañanas correteando con sus improvisadas espadas de ramas y periódicos enrollados. Pero tan pronto como la familia se marchó, desapareció el fulgor del sol.
Vicente trajo a su memoria la risa inocente del pequeño Ignacio. Entonces elevó la mirada hacia una de las ventanas de la casona y le atrapó un estado de desconcierto.
El mango del rastrillo se escurrió de sus manos y, a trompicones, se dirigió hacia el interior de la mansión. Mientras, el viejo nogal empezó a mover las ramas, como si quisiera advertirle...
En el vano de aquella ventana se asomaba un niño cuyo cuerpo estaba atravesado por una barra de hierro. Pero no parecía sufrir, pues alzaba los brazos y sonreía.
Vicente subió las escaleras, avanzó por un largo corredor, abrió la puerta del cuarto y, cuando se disponía abrazarse con Ignacio, los vidrios se ensangrentaron.
El cuerpo del jardinero traspasó la ventana, cayó al vacío y, al romperse contra el suelo de la rosaleda, se clavó los dientes del rastrillo.
Apareció el pequeño Ignacio a su lado. Con una fuerza desproporcionada para un chico de su edad y tamaño, agarró el cuello de Vicente y lo arrastró hasta la base del tronco, en donde se pudieron ver los cuerpos de otro niño, de un hombre y una mujer, y del ama de llaves que había cuidado aquella propiedad.
Ignacio tomó la barra de hierro y, haciendo fuerza sobre ella, la extrajo de su abdomen para colocarla entre las manos del cadáver del niño.
-Hermano, juguemos –le dijo-. Te he traído a Vicente para que se una a nuestra alegría.
Pero no obtuvo respuesta, lo que provocó en él una mueca de ira.
El pequeño se retiró enfurecido al interior del edificio, subió las escaleras, avanzó por el pasillo y se encerró en la habitación, decidido a esperar la llegada de una nueva persona a la que añadir a su colección de juguetes.