11. Un Salvaje

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Condenada

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Un Salvaje

Desde hacía mucho que no tenía la oportunidad de pasar toda la noche en las celdas y Liah se había olvidado de lo que era ese ambiente: sentir no solo por ti mismo, sino por todos los demás, saber que todos son iguales y que nadie puede creerse más que nadie. Aunque no era el mejor entorno, le parecía un pensamiento reconfortante.

Los Lycans, confinados a ese sucio agujero de ratas al que los Vampiros llamaban mazmorras, no hacían nada para tornar ínfimamente ameno el ambiente, y eso resultaba, para ella, mucho más confortante que si lo intentaran.

Después de todo, no había forma de ocultar detrás de una cortina una realidad tan cruda, tan sobresaliente, tan absoluta que no podías hacerla desaparecer con solo cerrar los ojos.

Y eso, el hecho de que nadie intentase tergiversarlo, mucho menos enfrentarlo, era precisamente lo que hacía que a Liah le agradase esa sensación de no solo sentir por sí misma, saber que todos eran iguales, que todos vivían, sentían y sufrían lo mismo, y que, aun así, allí seguían, almas laceradas esperando, ansiando el día en el que encontrasen un bálsamo con el que sanarse.

Y todos sabían que la única forma de encontrarlo, era salir a buscarlo.

Como de costumbre, estaba sentada en el erosionado suelo de piedra, con la espalda recargada a la pared a un lado de Cedric, a una distancia que resultaría demasiada para personas que tienen una relación tan parecida a ser padre e hija, pero peligrosa para cualquiera que no fuese ese Lycan en cuestión quien se atreviera a mantenerla con la moza.

Los temas de conversación para un par de esclavos condenados a no saber mucho más de lo que pasaba fuera de los muros de la fortaleza, y no demasiado de lo que sucedía dentro de los mismos, no eran demasiados, por lo que estaban acostumbrados a sentarse en silencio luego de ponerse al día acerca de sus rutinas.

Las celdas adyacentes estaban relativamente calladas. Estaban llenas, cosa inusual, como si solo un tercio de los obreros que deberían estar en turno se encontrasen trabajando, pero no conversaban, solo se oían chirridos metálicos de vez en cuando. Probablemente era efecto de la cantidad de vigilantes que se encontraban apostados en el pasillo, uno frente a cada celda.

Otra cosa inusitada. Los vigilantes no se molestaban siquiera en hacer guardia en las mazmorras, solo se les veía por ahí cuando buscaban o llevaban esclavos de ahí para algún lugar, o en la noche de transformaciones.

Cayó en cuenta de ese hecho con bastante retraso, realmente no se había fijado antes, no acostumbrada a que hubiese ninguna variación en ese entorno donde lo único que cambiaban eran los rostros.

Cada tanto aparecían dos guardias escoltando algún esclavo, y el vigilante apostado frente a la celda a la que se dirigiesen se encargaba de abrir la puerta –a lo que correspondía los chillidos metálicos– sin retraso, para que pudiesen lanzar dentro al hombre y volver a cerrarla inmediatamente, para desaparecer por el pasillo y volver a los minutos con alguien nuevo, para repetir las acciones.

Estaban abriendo espacio en las celdas de los nuevos y suponía que algunos estaban siendo reubicados, de igual manera, en las jaulas de arriba; lo que solo significaba que otra carreta estaría pronta a llegar. Solo esperaba que no trajese otro pequeño huérfano con ella.

—He contado diez en las celdas de arriba y cinco aquí. —Tytus, que se encontraba de pie con la espalda recargada a los barrotes de la celda y los brazos cruzados sobre el pecho, mirando hacia arriba por entre las rejas del techo, habló sin mayor reparo al vigilante apostado frente a su celda, en la pared paralela.

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