23. Atadas Por El Lazo

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Condenada

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Atadas Por el Lazo

Era casi la medianoche, pero, en lugar de estar en cualquier sitio donde sería fácil encontrarla en caso de que su ama le solicitase, lo que no pensaba que fuera a pasar a esas alturas, Liah estaba sentada en medio del polvoriento piso de la cima de la torre, en el umbral del balcón, refugiada de la vista de los vigilantes en los muros, mirando a la luna que se asomaba a intervalos entre las densas nubes y recibiendo una suave brisa fría en el rostro.

¿Cómo era posible que una esclava tuviese tantos conflictos internos? No debería tenerlos, su vida debería ser la más sencilla de las vidas en vista de que siquiera le pertenecía. No tenía que pensar, no tenía qué opinar, no tenía que sentir, no tenía que tener una identidad; solo tenía que obedecer.

Y, aun así, ahí estaba. En una abandonada torre mirando al cielo con las cientos de confusiones que tenía reflejadas en la mirada, preguntándose si de verdad valdría la pena resolverlas o si no era mejor ignorarlo y hacerse a un lado, que su nombre siguiese careciendo de un significado como siempre lo había hecho.

Pero era tan difícil tomar la decisión. Porque aunque el sentido común le decía que lo mejor era dejar de creer en fantasías y regresarse a la única realidad en la que podía vivir, ahí estaba, a punto de hacerle caso a la fantasía más absurda que había escuchado en años.

Dioses, estaba tan desesperada… Solo quería algunas respuestas, no necesitaba más, si lograba contestarse esas preguntas que le habían estado carcomiendo día y noche ya no le quedarían dudas de lo que debía hacer, y en caso de que le quedaran se aseguraría de respondérselas para poder actuar sin titubeos.

Tenía que resolverse, tenía que decidirse. Sus hermanos no se merecían ni podían seguir soportando sus fluctuaciones. Tenía que resolver qué era lo que iba a hacer y asegurarse de que no querer volver atrás luego de tomar la decisión.

Un manto gris ocultó la luna y se dio la libertad de soltar una pequeña risa, mofándose de sí misma, ahora que no podía verla. Realmente debía estar muy desesperada para estar allí.

Claro que esa tontera no fue la primera idea que se le ocurrió. De hecho, siquiera fue idea suya. Trató de encontrar respuestas a temas distintos con fuentes normales y terminó ahí, sintiéndose como una persona demasiada desesperada para no sentirse algo tonta.

Había pasado la mayor parte del día en la cabaña de Enar junto a él y Chase que, muy entusiasmado, había aceptado encantado la misión de forjar un par de llaves para abrir los collares mientras pretendía cumplir con su labor de asistir a su maestro.

El lobo de rostro desfigurado tenía plena confianza en que el niño haría un buen trabajo con solo mirar detalladamente la cerradura, decía que tenía un talento innato para la herrería. En todo caso, siempre existía el plan B, en el que fabricaría algunos juegos de ganzúas y los que supieran utilizarlas con mayor destreza serían los encargados de liberar los cuellos de todos.

Su presencia en esa cabaña no levantaba sospechas, así que hacía de vigía para que el jovencito escondiese su trabajo cuando algún vigilante se acercaba, usando una pequeña tos, un carraspeo disimulado, un resoplido con matiz a estornudo o dos toques a una superficie como señal preventiva.

De vez en cuando le costaba concentrarse en el flujo de personas en la plaza, sus pensamientos habían estado muy dispersos desde hacía una semana, luego de haber mordido por segunda vez a la princesa.

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