09. Un Gruñido

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Condenada

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Un Gruñido

Una de las cosas que Liah jamás pensó llegar a querer, era pasar más tiempo fuera de las mazmorras que en ellas. Ese oscuro agujero no era el lugar más reconfortante de la fortaleza, pero allí siempre encontró una ligera sensación de pertenencia, rodeada de aquellos que eran iguales a ella en casi todos los aspectos, siempre se sintió lo suficientemente cómoda como para preferir estar allí que sirviendo a los señores.

Claro que, eso no implicaba que sintiera realmente que pertenecía a esas celdas, sumergida entre la esclavitud, pero era lo que había tocado a su vida, por lo que procuraba no complicarse la existencia.

Pero, desde que ocurrió el altercado en la plaza Oeste, donde casi mató a Oliver en un insólito arrebato que ni ella misma se terminaba de explicar todavía, no sentía la misma familiaridad en el entorno más ameno de los pocos que había conocido en toda su vida.

El ambiente que sentía en las mazmorras ya no era el mismo, percibía con demasiada claridad la tensión que se creaba en tanto ella entraba en el recinto, sentía las miradas suspicaces sobre ella, sin importar qué tan disimuladas fueran, y se esforzaba para no oír lo que murmuraban los demás.

Y no era por la pelea. En numerosas ocasiones, y para diversión de los vigilantes, los esclavos tenían roces evocados por nimiedades, pero que provocaban reacciones precipitadas que, según los Vampiros, eran la única manera en la que las bestias irracionales sabían resolver los conflictos: llevándolos a una pelea física. De manera que, no era algo de mayor relevancia.

Pero la información desvelada antes del altercado, a Liah, le afectó más de lo que lo hubiese hecho haber acabado con la existencia de Oliver. Porque, de haber pasado eso –y no decía que fuese mejor, solo que sería más fácil lidiar con ello– no le hubiese costado tanto volver a ganar la confianza de sus hermanos. Sin embargo, con esto...

¿Qué lobo podía confiar en una Lycan marcada por la traficante de muerte?

Y quizá no era para tanto. Quizá los demás entendían que tuvo que dejarla, que ella no tenía más dominio sobre su vida que ellos y que todo lo que hizo, o no hizo, fue para sobrevivir en esa cruda realidad en la que ninguna de sus vidas valía una moneda de plata, incluso cuando los vendían por cientos de ellas cuando se trataba de un buen prospecto.

Por ello, y únicamente por ello, era que no recibía miradas de odio. Solo de decepción. No obstante, no estaba segura de qué le hubiese herido menos.

— ¿No oís eso, Cedric?

Liah había estado en la celda del Lycan anciano desde poco antes del ocaso, cuando la jornada terminó y el agotado grupo de veteranos marchó al recinto arrastrando los pies, deseando que las horas pasaran a prisa para que la hora de la comida llegase lo antes posible.

Pese a la incomodidad que sintió en el ambiente desde el momento en que pisó las mazmorras, se decidió a que ello no le impediría aprovechar esos momentos tan escasos en los que podía tener un rato de convivencia con Cedric; así pues, se esforzó por sentirse lo más cómoda posible sentada en el piso de la celda con la espalda recargada a la pared.

—No escucho nada. —dijo Cedric al cabo de unos segundos de intentar captar a lo que la loba hizo referencia, sentado junto a ella con un distanciamiento prudencial.

—Exacto —afirmó, el viejo lobo se volvió a mirarla, ella le devolvió la intención —. Las mazmorras nunca están tan calladas.

Pero Cedric no contestó, y Liah no hubiese insistido, de no ser por el pequeño rumor del aroma del pesar que percibió.

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