27. Siempre Una Condenada

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Condenada

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Siempre Una Condenada

El silencio de la celda le taladraba la cabeza, como si hubiese escuchado un ruido demasiado fuerte y sus oídos se estuviesen quejando todavía del daño recibido. El aire parecía demasiado denso para ser algo intangible, y se preguntaba cómo hacía para entrar en su pecho comprimido.

Sentada en un frío rincón, tenía la sensación de que el aire, el tiempo mismo se había congelado. Siempre creyó que un sentenciado era tortuosamente consciente de cada segundo que transcurría y lo acercaba a su destino, que la ansiedad habría de picarle bajo la piel y que incluso sería propenso a suplicar que lo ejecutaran de una vez para no tener que seguir lidiando con el tormento de la espera.

Ella, sin embargo, no sentía nada de eso. Bajo su piel no había nada que no hubiera sentido ya antes, la expectativa no le afectaba simplemente por el hecho de que no sentía los segundos arrastrarse suntuosamente, el tiempo no pasaba, porque no había nada por lo que esperar, al final del camino que tontamente había recorrido solo estaba la muerte.

Había querido terminarlo pronto, no tener que obligar a sus hermanos a mirar la llama de la esperanza apagarse al mismo tiempo que la vida dejara sus ojos, pero su valentía flaqueó y su mano cayó inerte a su costado para quedarse allí como si un grillete la retuviera.

«Cobarde. Cobarde. Cobarde».

Era irónico. Siempre estuvo resignada a que algún día terminaría así, a espera de que los señores a los que pertenecía reclamasen su vida, y justo cuando había dejado de pensarlo, justo cuando empezó a creer que su vida no era de nadie más que de ella misma, sucedía.

Y era entonces, cuando pensaba en el retorcido chiste que era su vida, que pensaba en las últimas palabras que el Lord le había dedicado.

No quería hacerlo, no quería hacerle caso, quería usar cada aliento que le quedase para rebelarse contra él incluso teniendo una postura distinta a la que él le había enseñado con golpes y palos a siempre tener. Pero era inevitable, porque la pregunta era tan fuerte que se abría paso por sí misma en su cabeza.

¿Había valido la pena?

La Bestia decía que sí, estaba muy contenta por haber hecho lo que hizo y con la sangre que manchaba sus garras, pero eso era seguramente porque un ente de pensamiento tan primitivo no era capaz de darse cuenta de que ese era el motivo de que ahora estuviese aguardando su inminente muerte.

Su sentido común le decía que no y seguía reprochándole su estupidez, su necedad y la impulsividad que le hizo tirar todo por la borda solo por asesinar a alguien que, aunque lo tenía muy bien merecido, no lo valía.

Había sido estúpida. Estúpida e impulsiva. Se había dejado llevar y había metido la pata. Lo había estropeado todo. Todo lo que consiguieron con tanto esfuerzo y poniendo sus pellejos en un peligro que por ningún otro motivo se permitirían, se había ido al demonio por culpa de ella y su estupidez.

Les había fallado.

Y seguramente eso era lo único que lograba afligirle de su pronta muerte. Jamás había vivido para sí misma, y, aun ahora, que había decidido que su vida le pertenecía a ella y no a quienes se autoproclamaron sus amos, seguía sin hacerlo, su motivación para seguir respirando eran sus hermanos.

CondenadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora