Suspiro V

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«Los golpes de la vida son amargos, pero nunca estériles»

Joseph Ernest Renan

Apenas pasan de las dos de la madrugada cuando insertas la llave en la cerradura, no habrías tardado tanto si el estúpido chofer que contrataste no hubiera salido huyendo nada más ver tus ropas manchadas de sangre. Después de una larga caminata puedes pensar por fin que el asunto con respecto a James está resuelto. Ahora solo falta lo más importante.

Al abrir la puerta y ver por menos de un segundo los gestos de la señora Hudson ¿cuánto tiempo necesitaste para salir corriendo y pasar debajo de la puerta que aún no había cerrado? Y es que, para tu fortuna, los gestos de tu amable casera se te hacen ahora tan claros que al más mínimo indicio de cualquier sentimiento ya puedes saber qué es todo lo que lo causó.

Sobre la acera no solo te abruma lo que Watson decida hacer, el hecho de que en este instante no haya ningún taxi expectante a su siguiente cliente, colma tus nervios que ya han empezado a quebrarse. Cuando estás casi por completo preparado para hacer que tu cuerpo se alisté en lo que sería una larga carrera hasta la estación, escuchas (bastante sorprendido realmente) los cascos con herraduras nuevas de un corcel. Cuando la niebla decide que ya es justo dejarte ver más allá de diez metros, un hermoso animal de ébano corre presuroso hacia donde estás.

—Si mis cálculos son correctos, y con esto queda claro que lo son, usted señor necesita un carruaje que lo lleve a su lejano y distante destino —el cochero retira por un corto segundo la bufanda que le cubre desde el tabique de su nariz hasta el cuello. Tú, que no estás en condiciones de tener un buen humor, tratas en lo posible de ofrecerle una sonrisa, cabe destacar claro, que lo único que puedes dar es una extraña y retorcida mueca, pero bien sabes, Mycroft realmente comprende la situación en la que estás... y por supuesto en la que está él también.

Al llegar a la estación no tienes un nimio interés por ver qué hora marca tu reloj, lo único que haces es tomar la gruesa bufanda que está dentro del coche y salir presuroso.

—No te molestes en castigar a Lestrade por su falta, yo le hice soltar cada palabra, me encargaré de él... —como última seña, Mycroft agita fuertemente las riendas que atan al caballo. Ni siquiera piensas en que debes agradecerle por al cambio de ropa mientras la niebla aún más espesa hace que apenas puedas observar cómo tu transporte emprende su camino de vuelta a casa.

El último tren ha salido hace al menos dos horas, si lograras sacarle algo de información sobre Watson al policía en turno por las buenas, no tendrás entonces que verte en la necesidad de pedirle otro favor a Mycroft. Si no, bueno, no es como si antes no hubieras pensado nunca la forma, el dónde, y cómo esconder un cadáver. Probablemente (igual) puedas usar el lugar que pensabas ocupar con los restos de James. Sin embargo, cuando nada más entras a donde se espera la llegada del tren tus pasos, pensamientos y latidos se detienen.

Los rubios cabellos de Watson, quizá revueltos por el viento, quizá por descuido, bailan libremente con cada ráfaga que azota cada vez más seguido lo invisible de la noche. El ligero traje que Watson usa estás por demás seguro no es suficiente para asegurarlo del frío otoñal de inicios de octubre. Pero después de todo, incluido el tiempo que has pasado pensando en cosas completamente innecesarias solo para escapar un poco de la realidad ¿cómo es que piensas únicamente en salvar a Watson del frío? El simple hecho de que tú mejor amigo y cronista esté ahí, como si nada más existiera al rededor, sentado sobre ese banco de fría madera, cala hasta tus huesos un dolor tan malditamente indescriptible para ti, como seguro están los sentimientos de Watson.

Cuando das el primer paso sientes que no debes hacer ruido, sin embargo, al dar el segundo y captar una nula atención de Watson, comprendes que realmente no le importa en lo absoluto tanto si estás ahí como si no. Al detenerte detrás de él colocas, con toda la calma que aparentas tener en esta clase de extraña situación, la bufanda que te habías puesto, y que ahora tibia, cubre a la perfección el cuello de Watson. Si bien no es lo suficientemente buena para ti, al menos puedes admitir que le ha quitado de encima a tu querido doctor una pequeña parte del frío que debe sentir. Al terminar de convencerte el que Watson no se quitará la bufanda, caminas lentamente, rodeando el banco y sentándote por fin a un lado de él... suspiras. Tomas entonces un poco de aire.

—¡No actúe como un niño Watson! —Exclamas, causando en tu amigo un gran sobresalto, ¿desde cuándo Sherlock Holmes intenta consolar a alguien?, sinceramente es una pregunta que con cada palabra extraída de tu garganta da una vuelta entera dentro de tu cabeza—. ¿Por qué hace esto? Si usted no quiere ser tratado como víctima no actúe como una. Sé bien que aunque lo intente no puedo saber cómo se debe estar sintiendo y que por más que yo o la señora Hudson lo deseemos no olvidará nunca nada de esto... ¿pero qué clase de idiota tiene que ser usted para alejarse de las personas que al menos pueden intentarlo? —Una vez más Watson se estremece, abre al máximo sus ojos verde pasto, suspira, piensa un poco y estruja levemente la pequeña maleta que descansa en su regazo.

—Tiene razón Holmes, usted no tiene idea de cómo me siento y tampoco puede hacer que lo olvide... pero sí que fui un idiota al pensar en alejarme de la señora Hudson. No podría sobrevivir sin su exquisita comida. —Watson entrecierra sus ojos, que en todo momento han mirado hacia delante, al igual que tú. Sus hombros se aflojan, tal vez relajados. Su voz, como bien puedes apreciar aun si se ahoga por la tela de la bufanda, cambia su entonación después de suspirar levemente—. Debemos regresar a casa, Holmes.

Al salir de la estación las ventiscas aumentan en fuerza y acortan el tiempo entre cada una. Watson a estornudado en el último minuto cuatro veces, y si su cuerpo no estuviera tan lastimado no sería tan vulnerable a esta clase de clima. Cuando Watson estornuda tres veces en menos de quince segundos suspiras, cansado, y mientras llegas a la conclusión de que en su maletín no hay nada más que le ayude contra el frío y que además nada en tu vestimenta puede serle ofrecida para subir un poco más su temperatura, solo una cosa puede llegar a tu mente.

—¿Qué es lo que hace, Holmes? —Te cuestiona, no comprendiendo en su totalidad tus acciones. Cuando tu bazo ha rodeado su cintura y tu mano se mete en el bolcillo del otro lado de su saco, Watson no puede mirar hacia otro lado que no sea el suelo. El rojo de su rostro aumentado por el clima, es algo que por tu cercanía puedes apreciar totalmente.

—Es la mejor solución que encuentro para que no enferme por el frío. Solo calle y camine.

Si Watson voltease y mirase el ligero sonrojo de tus mejillas fácilmente pensaría que el frío también te está afectando. Desde luego, tu bien sabes que no es por eso, y el corazón acelerado en tu pecho puede asegurarlo.

Por amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora