Suspiro XIII

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«Se puede hacer mucho con el odio, pero más aún con el amor»

William Shakespeare.

Esto es personal y lo sabes perfectamente. Ninguno de tus enemigos anteriores se había tomado la molestia de involucrar a Watson tanto como en este caso. Y si fuera algún enemigo del doctor, bien sabes, tú ya no estrías respirando. Mucho menos después de ese desliz que te costó el fuerte golpe en la cabeza y el secuestro de tu amante. Si sigues con vida es porque necesitas ser torturado. No solo físicamente. Aquel hombre, el esposo de La Mujer, tomará todo de ti hasta que simplemente ya no puedas más.

¡Ah, los sentimientos, las emociones!

Si no fueras consiente de ellos, las cosas ahora no te resultarían tan evidentes. Aunque tratas todo lo posible de no confiar en lo que te resulta más que obvio, la nota clavada en tu puerta, aquella que encontraste cuando saliste de la habitación, te habría resultado solo un poco más difícil de descifrar.

Ella nunca me perteneció. Él nunca te pertenecerá.

En este punto sabes a la perfección que la nota está plagada de errores. Watson ya te pertenece. Ha sido de tu propiedad desde el momento en que fueron presentados. Y si Norton no es capaz de entenderlo tú harás hasta lo imposible porque aquella información entre en su cabeza. Después le matarás. Nadie que ose tomar lo que es tuyo merece la más mínima misericordia, mucho menos si aquel hombre te culpa de algo sobre lo que tú jamás tuviste conocimiento. O interés, en todo caso.

Otra vez te estás convirtiendo en algo que no eres. El hombre vengativo que ha tomado tu lugar no es aquel que puede transformarse en el corito amante de Watson. Más ahora es diferente. En este momento sí estás perfectamente consciente de por qué nacen esas intensas ganas de eliminar a todo aquel que trate de tomar a John Watson.

Amor.

Ese sentimiento que se entreteje al rededor tus venas crea una insana necesidad por asegurarte de que Watson esté a salvo de cualquier persona, bajo absolutamente cualquier circunstancia o consecuencia.

Antes de salir nuevamente hacia el restaurante tomas el pequeño maletín de Watson, ese donde guarda sus herramientas para administrar los primeros auxilios. Estás consiente de que no saldrás del todo ileso.

El día aun no comienza, sin embargo ya hay algunos coches pasando de vez en vez y cuando uno se detiene delante de ti es casi nada lo que te tardas al darle la dirección al cochero.

Tan temprano como es, el ambiente del restaurante ya debería estar en movimiento, tanto como en cualquier otro. No obstante, el que no haya actividad alguna es algo que, dentro de cualquier posibilidad, ya habías contemplado. Con pasos cautelosos encuentras rápidamente la puerta trasera que da al callejón. Si Watson sigue en el lugar no es algo de lo que puedas estar seguro, sin embargo sería totalmente estúpido pensar que así es.

El candado de la puerta cede con una facilidad inesperada, tu mano derecha empuña el arma y la izquierda sostiene el maletín. La suave tela de la bufanda te resguarda del aire frío del término de la madrugada. El sonido de tus pasos se hace más evidente entre la desolación del lugar y es mínima, más bien nula, la posibilidad de que puedas hallar a alguien. Una esperanza sin embargo recorre tu piel al escuchar, por apenas un par de segundos, un errático movimiento.

Caminas tan silenciosamente cómo es posible, apresurándote a llegar. Cuando te detienes a observar, aún en la oscuridad que poco te deja ver, sabes a la perfección a dónde te han llevado tus pasos. La puerta de madera sin barniz y las paredes sin pintura traen a tu memoria los sucesos que no hace mucho acontecieron. Nuevamente el sonido se deja escuchar, esta vez, al fondo del pequeño cuarto. Tu mano deja el maletín a los pies de la puerta, y al tiempo en que abres, casi sin sorprenderte por encontrarla sin llave, dejas que tu dedo medio se deslice sobre el gatillo del arma.

En la mesa se encuentra una pequeña vela, su luz apenas e ilumina nada, sin embargo es suficiente para que puedas observar lo que se encuentra frente a ti. A quien se encuentra frente a ti. La silueta apenas marcada no ofrece lugar a dudas. Stephen Adams, con arma en mano, se encorva con los codos sobre sus rodillas. Allí, sentado sobre la silla en la que antes tú mismo habías estado, puedes ver claramente cómo su espalda convulsiona en espasmos esporádicos cada vez más intensos. La punta de su pistola se mueve sin control yendo de su sien al suelo.

—N-no, no puedo soportarlo... n-no más... yo n-no... —sus desorbitados ojos te miran y al mismo tiempo pareciera que no lo hacen, su voz sigue negando y el arma no deja de moverse. A pesar de que en cualquier momento, sabes bien, el arma será detonada, no consentirás que lo haga sin antes ofrecerte algunas respuestas. Es por eso que, en un fluido y bien calculado movimiento lo desarmas y tiras al suelo, al mismo tiempo que disparas a su hombro y colocas una de tus rodillas sobre su espalda.

—Solo necesito saber una cosa. Dígamelo y le dejaré vivir. Sufre, pero aún puede hablar. ¿En dónde está Watson? —Sus gritos no provocan la más mínima emoción en ti, excepto claro, frustración.

—¡No lo sé! ¡N-no lo sé! —Los dedos de su brazo útil se contorsionan cuando tu puño aprieta fuertemente la herida que solo emana más sangre. El hombre debería saberlo bien, ya no tiene más opción. Sin embargo, considerando la cantidad de sangre derramada, las probabilidades de vivir se reducen a cada segundo—. ¡P-por dios! ¡Hablaré, hablaré!

Por amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora