XXXV

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Alexander disfrutaba del cariño que Thomas Jefferson le daba.

Después de todo, el hombre necesitaba un poco de cariño y mimos, los cuales eran un poco más dificiles de buscar que el sexo, y aún más dificiles de pedir.

Extrañaba demasiado a Laurens, y cada segundo de su vida añoraba poder estar a su lado y nunca más dejarlo. Era capaz de cualquier cosa si eso significaba volver a sentir los brazos de John alrededor suyo, sus labios contra los suyos, y aquella sensación que lo había llenado cada vez que estaban juntos que le decía que nada podría con ellos, y que quizás el mundo no era un lugar tan oscuro.

Si tenía sexo con muchas personas, era para poder olvidar o recordar aún más a Laurens.

Si no amaba a otras personas, era porque su corazón solo le pertenecería a Laurens. Amar a otro sería traicionar a John, y Hamilton prefería morir antes de volver a fallarle a su amado.

Pero Alexander era un humano, y tenía necesidades. En cuanto a lo sexual, estas eran fácilmente satifechas. Sin embargo, eso no era lo único que necesitaba, especialmente para una persona que (en el fondo) era tan cariñosa, como en el caso de Alexander. A veces simplemente necesitaba unos brazos alrededor suyo, besos, o caricias. Una persona que lo hiciera sentirse querido y comprendido.

El problema era que claro, la gente con la que se acostaba raramente le daba caricias una vez terminados. Y Hamilton era demasiado orgulloso como para pedirle eso a alguien.

Últimamente, Jefferson se había vuelto aún más cariñoso y amable con él, las razones eran desconocidas para Alexander. Ambos hombres eran personas muy rotas por dentro, por lo que Hamilton asumió que aquél trato probablemente se debía a que Thomas o extrañaba a su esposa, o sentía la necesidad de darle cariño a alguien.

Sea cual sea la razón, por Alexander estaba bien mientras el mayor no la diga en voz alta. Si ambos salían beneficiados de aquél trato, no hacía falta conocer las razones del otro.

-Señor Hamilton, ¿se le ofrece algo?

La voz de una mujer lo devolvió a la realidad, y Alexander parpadeó antes de alzar la mirada del suelo. La mujer, quien debía andar por los cuarenta años, lo observaba con una expresión gentil.

Alexander le dedicó una sonrisa.-Se me acabó la tinta.

La mayor soltó una risa antes de caminar hacia unos cajones de madera.-Entiendo, ¿cuántos frascos necesitas?

El economista se tomó un momento para pensar en algún número. Podía comprar cuantos frascos quisiera, y solo debía preocuparse por como transportarlos hasta su casa. Incluso podría pagarle a alguien para que transportara miles de tarritos de tinta a su casa.

Podía gastar cuanto dinero quisiera, aquello ya no era un problema para Hamilton. El saber que podía comprar cuantos frascos deseara, sin tener que preocuparse por no tener suficientes monedas en sus bolsillos logró ampliar su sonrisa.

-Ocho, por favor.

-¿Ocho? Por supuesto.-La mujer abrió uno de los cajones y comenzó a sacar frascos de tinta, pasándoselos a Alexander.-¿Va a escribir algo largo e importante?

Hamilton tomaba los frascos, sosteniéndolos con extremo cuidado de que no se cayeran. Humedeció sus labios y asintió al pensar en todo el trabajo que le esperaba en su casa.-Sí, señora.

-Señor, usted ya es un cliente regular en este local, siéntase libre de llamarme Rose, por favor.-La mujer sacó el último frasquito de oscura tinta y cerró el cajón, comenzándo a caminar hacia el mostrador. Hamilton la siguió de cerca.

Dependencia ||  Jamilton.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora