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Lo veía todo en blanco. Me puse de rodillas para quitarme la nieve de la cara. Los perros ladraban, hambrientos.

—¡Fuera, fuera! ¡Vamos, fuera!—gritó una voz conocida.

Me froté los ojos para retirar los últimos rastros de nieve fría y los abrí.

—¡Stiles! ¡Eres tú!—exclamé con alivio.
—¡Vamos, chuchos! ¡Largo!—exclamaba él, amenazándolos con una pala.

Los perros dejaron de ladrar para empezar a gemir. Vi cómo el mayor de ellos, un perro de pelaje negro, agachaba las orejas y la cabeza, se giraba y se alejaba. Los demás lo siguieron.

Me puse en pie, sacudiéndome la pechera del abrigo y mirando a Stiles con una sonrisa.

—¡Te hacen caso!

—Pues claro—dijo él, apoyando la pala en el suelo y apoyando su peso en el mango de la misma—. Soy un tipo duro.

—Tú de duro tienes poco. 

¿Stiles Stilinski? ¿Duro? ¡Era lo más infantil y vulnerable que había conocido nunca!

Tenía diecinueve años, cinco menos que yo. Un crío en palabras claras. Y, en su caso, lo era aún más. Con esa cara de bobalicón, esa nariz respingona y ese lunar tan peculiar bajo la mejilla (junto a otros no tan marcados), Mieczyslaw (todos le llamamos Stiles, porque odia su nombre real) parecería un niño a todos los efectos de no ser porque su cuerpo, irremediablemente, se está terminando de formar para darle una apariencia adulta.

Se agachó a recoger mi guitarra mientras yo terminaba de sacudirme toda la nieve, sobre todo por los pantalones, donde se me había derretido un poco y me había dejado los muslos mojados y helados.

—Espero que sea impermeable—me dijo, refiriéndose a la funda de la guitarra.

Se acercó y me la dio. Lo vi mirar a mis espaldas, y al girarme comprobé que los perros habían vuelto a ladrar, pero esta vez estaban persiguiendo a una ardilla que corría a subirse a un árbol cercano para salvar su inocente vida.

—Te he visto desde el jardín de mi casa—me explicó—¿Por qué siempre te persiguen?

Me colgué la guitarra.

—¡Buena pregunta! ¿Crees que si lo supiera no intentaría poner remedio?—respondí mientras caminábamos a su casa.
—Ey. No hace falta que seas tan grosero—me puso uno de sus pucheritos—. Si no llega a ser por mí, ahora mismo estarían clavando sus colmillos llenos de sarro en tus costillas.

Esperamos a que un coche cruzara la carretera que dividía la urbanización en dos. Las ruedas del vehículo patinaron sobre el congelado asfalto.

Cruzamos y entramos al jardín de la casa de Stiles, que llevaba al garaje donde ensayábamos. Allí nos esperaban los demás: Scott, Isaac y Lydia.

Scott McCall tenía veintidós años. Era moreno, de ojos marrones y la mandíbula ligeramente torcida hacia un lado.

Isaac Lahey era el más alto de todos, aunque de edad el más pequeño. Diecinueve años recién cumplidos. Era rubio, de ojos azules. Un bombón para las chicas, vaya. Una lástima que fuera gay, pensaban algunas, ya que estaba liado con Scott.

También estaba Lydia Martin, una pelirroja de cabello largo, mirada intensa y hoyuelos en las mejillas que solían salirle cuando sonreía. Le gustaba pintarse los labios de rojo, lo que hacía que se vieran más gruesos aún de como los tenía. Lydia tenía veintidós años, y no dudo al confirmar que era la más madura de todos.

DEREK HALE, el peludo (Sterek) -TERMINADA-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora