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El doctor Deaton levantó la jeringa. La luz brillaba sobre una aguja larga y en la que asomaba una diminuta gota verde.

—Aguanta la respiración, Derek—me dijo—. No te dolerá.

Siempre me decía lo mismo cada vez que iba a vacunarme, cada dos semanas. Era mentira. Dolía bastante, y me dolía siempre que me la ponía.

Deaton me sujetó el brazo y se inclinó sobre este, jeringa en mano. Retiré la mirada y cerré los ojos con fuerza. No me gustaba ver cómo la aguja se hundía en la carne.

Noté el pinchazo y solté un pequeño quejido.

—No duele tanto, ¿verdad?—El doctor sonrió de medio lado, apretándome más fuerte el brazo.
—No mucho—gemí.

Mi madre me observaba mientras se mordía el labio inferior. Parecía que le dolía más a ella que a mí.

Por fin noté cómo la aguja salía de la carne y me pasaba un algodón mojado en alcohol sobre la zona pinchada.

—Ya está. Puedes ponerte la camiseta—me dijo, acariciándome el hombro y mirando a mis padres

Alan Deaton tiene cuarenta y tantos años, y lleva varios siendo mi médico de cabecera.

Su voz siempre denota seguridad y nunca vacila a la hora de actuar. A mí personalmente me cae bastante bien, aunque me mienta y me diga que no va a dolerme la inyección. Lo único que no me gusta es que me trate como si fuera un niño.

—El viejo problema de las glándulas sudoríparas—le explicó a mi madre mientras escribía algunas notas en mi historial.

Como ya he dicho: me trata como a un crío.

—Se acalora demasiado—continuó—. Ya sabemos que eso no es nada bueno, ¿verdad, Derek?

Me acarició el pelo y yo moví la cabeza, reacio a aceptar esa muestra de cariño tan absurda e infantil.

Tengo un problema con las glándulas sudoríparas. No funcionan muy bien. No sudo, así que cuando me veo sometido a algún sobreesfuerzo que me provoque calor termino sintiéndome muy mal. Por eso tengo que ver al doctor Deaton cada dos semanas, para que me ponga esta familiar inyección y me ayude a sentirme mejor (y por eso cuando follo siempre suelo ponerme debajo, para no hacer demasiados esfuerzos).

Al haber estado haciendo el gilipollas en la nieve, a pesar del frío gélido, no me había dado cuenta de todo lo acalorado que me había ido sintiendo, y por eso me había empezado a encontrar mal.

—¿Te sientes mejor ahora?—me preguntó mi madre cuando salimos de la consulta.
—Sí, bueno, un poco mejor—respondí, metiéndome las manos en los bolsillos al pisar la calle—. Oye, mamá. ¿Me ves diferente?—pregunté.
—¿Diferente cómo?
—No sé... Más... ¿Más moreno?

—Estoy preocupada por ti, Derek—me dijo, señal clara de que la crema no había funcionado—. Quiero que cuando lleguemos a casa duermas la siesta.


Ya sabía yo que aquello no funcionaría. Y hubiera puesto la mano en el fuego a que, cuando el producto salió de la fábrica, tampoco hacía efecto.

Era todo un fraude.

—Es difícil broncearse en invierno—comentó mi madre cuando nos montamos en el coche y arranqué.

"Dímelo a mí" pensé.

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Stiles me llamó inmediatamente después de la merienda.

DEREK HALE, el peludo (Sterek) -TERMINADA-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora