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—¿Has dormido bien?—me preguntó mi madre cuando me vio entrar a la cocina para desayunar—. Estás pálido.

Mi padre dejó de leer un momento el periódico para mirarme. Había una taza de café humeante junto a su plato.

—Yo no lo veo pálido—comentó antes de retomar la lectura.
—He dormido bien—les aseguré mientras me sentaba en una de las sillas. 

Me miré disimuladamente la mano. No había señal alguna de pelos. Seguía tan suave como me la había dejado la noche anterior tras rasurarla.

Me había levantado de un salto en cuanto el despertador había sonado aquella mañana, y me había metido al baño para comprobar que no me había vuelto a crecer vello, ni en la mano ni en ninguna otra zona.

Me sentía tan feliz que tenía ganas de cantar, de tocar la guitarra hasta quedarme sin dedos, de abrazar a mis padres o incluso de pedirle matrimonio a Stiles. También hubiera bailado sobre la mesa donde desayunábamos, pero me daba vergüenza, así que me bebí el zumo que mi madre me había preparado y me levanté a hacerme unas tostadas.

Volví y me senté junto a ellos. Mi madre mojaba las galletas en la leche y se las llevaba a la boca, y papá seguía leyendo y bebiendo de vez en cuando de su café.

"Mamá. Papá. Quiero deciros una cosa. Ayer hice una idiotez. Encontré una botella de líquido bronceador en el contenedor de basura de los vecinos esos que se han ido hace poco de la urbanización. Mis amigos y yo nos la pusimos, pero el producto había caducado. Y anoche, de pronto, me aparecieron unas cerdas negras en el dorso de la mano"

Hubiera querido decirles eso. Incluso estuve a punto de decirlo, pero no pude. Me daba mucha vergüenza. Seguro que se habrían puesto a gritarme, a decirme que a mis veintitrés años era un irresponsable, que podría sacar notas aceptables en la universidad pero que tenía tres neuronas para pensar... Seguramente me habrían llevado al doctor Deaton y se lo contarían. Y él sonreiría de medio lado, con su pose de tío seguro e inteligente, y pasaría de tratarme como un niño a hacerlo como a un bebé.

—Qué callado estás—me dijo mi madre—. Estás más callado que tu padre, hijo.
—No hay mucho que decir—respondimos mi padre y yo al unísono. Él, mirando el periódico. Yo, a mis tostadas.

●●●

Me encontré con Stiles camino a la universidad. Quedaba a unos veinte minutos de nuestras casas, así que casi siempre nos dirigíamos hacia allí caminando.

Stiles llevaba un jersey de cuello alto que le tapaba hasta la mandíbula, y también se había subido el cuello del abrigo, ocultándose hasta la nariz. Se protegía la cabeza con un gorro de lana que le tapaba las orejas, seguramente rojas por el frío.

—Pareces una tortuga—me reí al verlo de esa guisa—. Y vas muy abrigado. Tampoco hace tanto frío.
—Si vieras cómo me has dejado el cuello...—Se le enrojecieron las mejillas.

No le vi vocalizar porque también se tapaba la boca con el cuello del abrigo, y caminaba algo encogido.

—No puedo controlarme, Stiles.

El sol, una bola roja en un cielo descolorido, apenas estaba por encima de las casas.

Soplaba un viento fuerte y helado. Caminábamos juntos, con las manos enfundadas en guantes y ocultas en los bolsillos. La nieve se había endurecido y se quebraba bajo nuestras botas.

Me armé de valor y decidí formularle la pregunta:

—Oye, Stiles... Anoche... ¿Te crecieron pelos negros en el dorso de la mano?

Él se detuvo y me miró. En su rostro apareció una expresión solemne.

—Sí—confesó con un hilo de voz.

DEREK HALE, el peludo (Sterek) -TERMINADA-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora