CAPITULO 06 CUENTOS DE MIEDO segunda parte

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Tuve buen cuidado de no inclinarme demasiado sobre aquellas lagunas naturales. Los otros fueron más intrépidos, brincaron sobre las rocas y se encaramaron a los bordes de forma precaria. Localicé una piedra de apariencia bastante estable en los aledaños de una de las lagunas más grandes y me senté con cautela, fascinada por el acuario natural que había a mis pies. Ramilletes de brillantes anémonas se hondulaban sin cesar al compás de la corriente invisible. Conchas en espiral rodaban sobre los repliegues en cuyo interior se ocultaban los cangrejos. Una estrella de mar inmóvil se aferraba a las rocas, mientras una rezagada anguila pequeña de estrías blancas zigzagueaba entre los relucientes juncos verdes a la espera de que subiera la marea. Me quedé completamente absorta, a excepción de una pequeña parte de mi mente, que se preguntaba qué estaría haciendo ahora Sesshomaru e intentaba imaginar lo que diría de estar aquí conmigo.


Finalmente, los muchachos sintieron hambre y me levanté con rigidez para seguirlos de vuelta a la playa. En esta ocasión intenté seguirles el ritmo a través del bosque, por lo que me caí unas cuantas veces, cómo no. Me hice algunos rasguños poco profundos en las palmas de las manos, y a la rodillas de mis vaqueros se tiñeron de verdín, pero podía haber sido peor.

Cuando regresamos a First Beach, el grupo que habíamos dejado se había multiplicado. Al acercarnos pude ver el lacio y reluciente pelo negro la piel cobriza de los recién llegados, unos adolescentes de la reserva que habían acudido para hacer un poco de vida social.

La comida ya había empezado a repartirse, y los chicos se apresuraron para pedir que la compartieran mientras Manten nos presentaba al entrar en el círculo de la fogata. Kaede y yo fuimos las últimas en llegar y me di cuenta de que el más joven de los recién llegados, sentado sobre las piedras cerca del fuego alzó la vista para mirarme con interés cuando Manten pronunció nuestros nombres. Me senté junto a Kaede, y Hoyo nos trajo unos sándwiches y una selección de refresco para que eligiéramos mientras el chico que tenía aspecto de ser el mayor de los visitantes pronunciaba los nombres de los otros siete jóvenes que lo acompañaban. Todo lo que pude comprender es que una de las chicas también se llamaba Sara y que el muchacho cuya atención había despertado respondía al nombre de Koga.

Resultaba relajante sentarse con Kaede, era una de esas personas sosegadas que no sentían la necesidad de llenar todos los silencios con cotorreos. Me dejó cavilar tranquilamente sin molestarme mientras comíamos. Pensaba de qué forma tan deshilvanada transcurría el tiempo en Sengoku; a veces pasaba como en una nebulosa, con unas imágenes únicas que sobresalían con mayor claridad que el resto, mientras que en otras ocasiones cada segundo era relevante y se grababan en mi mente. Sabía con exactitud qué causaba la diferencia y eso me perturbaba.

Las nubes comenzaron a avanzar durante el almuerzo. Se deslizaban por el cielo azul y ocultaban de forma fugaz y momentánea el sol, proyectando sombras alargadas sobre la playa y oscureciendo las olas. Los chicos comenzaron a alejarse en duetos y tríos cuando terminaron de comer. Algunos descendieron hasta el borde del mar para jugar a la cabrilla lanzando piedras sobre la superficie agitada del mismo. Otros se congregaron para efectuar una segunda expedición a las pozas. Hoyo, con Sara convertida en su sombra, encabezó otra a la tienda de la aldea. Algunos de los nativos los acompañaron y otros se fueron a pasear. Para cuando se hubieron dispersado todos, me había quedado sentado sola sobre un leño, con Yura y Suikotzu muy ocupados con. un reproductor de CD que alguien había tenido la ocurrencia de traer, y tres adolescentes de la reserva situados alrededor del fuego, incluyendo al jovencito llamado Koga y al más adulto, el que había actuado de portavoz.

A los pocos minutos, Kaede se fue con los paseantes y Koga acudió andando despacio para sentarse en el sitio libre que aquélla había dejado a mi lado. A juzgar por su aspecto debería tener catorce, tal vez quince años. Llevaba el brillante pelo largo recogido en una cola alta con una goma elástica. Tenía una preciosa piel sedosa de color rojizo y ojos azules sobre los pómulos pronunciados. Aún quedaba un ápice de la redondez de la infancia alrededor de su mentón. En suma, tenía un rostro muy bonito. Sin embargo, sus primeras palabras estropearon aquella impresión positiva.

EL AMOR BAJO LAS SOMBRAS DEL SENGOKUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora