CAPITULO 07 PESADILLA segunda parte

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Serpenteaba entre los abetos y las cicutas, entre los tejos y los arces. Tenía leves nociones de los árboles que había alrededor, y todo cuanto sabía se lo debía a Onigumo, que me había ido enseñando sus nombres desde la ventana del coche patrulla cuando yo era pequeña. A muchos no los identificaba y de otros no estaba del todo segura porque estaban casi cubiertos por parásitos verdes.

Seguí el sendero impulsada por mi enfado conmigo misma. Una vez que éste empezó a desaparecer, aflojé el paso. Unas gotas de agua cayeron desde el dosel de ramas de las alturas, pero no estaba segura de si empezaba a llover o se se trataba de los restos de la lluvia del día anterior, acumulada sobre el haz de las hojas, y que ahora goteaba lentamente en el suelo. Un árbol caído recientemente -sabía que esto era así porque no estaba totalmente cubierto de musgo- descansaba sobre el tronco de uno de sus hermanos, cuyo resultado era la formación de una especie de banco no muy alto a pocos -y seguros - pasos del sendero. Llegué hasta él saltando con precaución por encima de los helechos y me senté colocando la chaqueta de modo que estuviera entre el húmedo asiento y mi ropa. Apoyé la cabeza, cubierta por la capucha, contra el árbol vivo.

Aquél era el peor lugar al que podía haber acudido, debería de haberlo sabido, pero ¿ a qué otro sitio podía ir? El bosque, de un verde intenso, se parecía demasiado al escenario del sueño de la última noche para alcanzar la paz del espíritu. Ahora que ya no oía el sonido de mis pasos sobre el barro, el silencio era penetrante. Los pájaros también permanecían callados y aumentó la frecuencia de las gotas, lo que parecía confirmar que allí arriba, en el cielo, estaba lloviendo. Ahora que me había sentado, la altura de los helechos sobrepasaba la de mi cabeza, por lo que cualquiera hubiera podido caminar por la senda a tres pies de distancia sin verme.

Allí, entre los árboles, resultaba mucho más fácil creer en los disparates de los que me avergonzaba dentro de la casa. Nada había cambiado en aquel bosque durante miles de años, y todos los mitos y leyendas de mil países diferentes me parecían muchos más verosímiles en medio de aquella calma verde que en mi despejado dormitorio.

Me obligué a concentrarme en las dos preguntas vitales que debía contestar, pero lo hice a regañadientes.

Primero tenía que decidir si podía ser cierto lo que Koga me había dicho sobre los Taisho.

Mi mente respondió de inmediato con una rotunda negativa. Resultaba estúpido y mórbido entretenerse con unas ideas ridículas. Pero, en ese caso, ¿qué pasaba?, me pregunté. No había una explicación racional a por qué seguía viva en aquel momento. Hice recuento mental de lo que había observado con mis propios ojos: lo inverosímil de su fortaleza y velocidad, el color cambiante de los ojos, del negro al dorado y viceversa, la belleza sobrehumana, la piel fría y pálida, y otros pequeños detalles de los que había tomado nota poco a poco: no parecía comer jamás y se movía con una gracia turbadora. Y luego estaba la forma en que hablaba a veces, con cadencias poco habituales y frases que encajaban mejor con el estilo de una novela de finales del siglo XIX que de una clase del siglo XXI. Se había escapado de clases el día que hicimos la prueba del grupo sanguíneo, tampoco se negó a ir de excursión a la playa hasta que supo a donde íbamos a ir, y parecía saber lo que pensaban cuantos le rodeaban, salvo yo. Me había dicho que era el malo de la película, peligroso ...

¿Podían ser vampiros los Taisho?

Bueno, eran algo. Y lo que empezaba a tomar forma delante de mis ojos incrédulos excedía la posibilidad de una explicación racional. Ya fuera uno de los fríos o que se cumpliera me teoría del superhéroe, Sesshomaru Taisho no era ... humano.

Era algo más

Así pues ... tal vez. Esa iba a ser mi respuesta por el momento.

Y luego estaba la pregunta mas importante. ¿Qué iba a hacer si resultaba ser cierto?

EL AMOR BAJO LAS SOMBRAS DEL SENGOKUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora