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Perderme entre recuerdos me ha hecho olvidar del todo los tiempos del presente que me circunda

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Perderme entre recuerdos me ha hecho olvidar del todo los tiempos del presente que me circunda.

Preparaba café. Lo había olvidado mientras enumeraba en mi cabeza, una a una, las aventuras que viví con Luca durante aquellas falsas vacaciones.

Esto me ha despertado un interés peculiar con respecto al contenido de aquella mística caja.

No recuerdo haberla empacado en ninguna de las mudanzas anteriores y, mucho menos, en esta de ahora. ¿De dónde proviene? ¿De qué grieta del mundo salió semejante cofre de tesoros memóricos?

No importa mucho siquiera intentar responder estos vacíos existenciales que, en todo caso, solo saben repletar la existencia misma.

Es como si tomaran todos nuestros tiempos presentes y los arrastraran hasta el más oscuro y diminuto rincón del existir donde poco a poco le extirparían, a cada uno, todos y cada uno de los pasados que traen a cuestas.

Una tarea tan ardua, tan temible y tan bastarda como lo pudiera ser cualquier tortura. Porque así es como he de llamarle cada vez que se me vienen a la boca preguntas como aquellas: son una tortura que mancillan siglos y siglos de total amargura en tan solo una milésima de segundo.

Y nos preguntamos cada diminuta cosa devenida de cualquier mínima acción. Un simple saludo, que es tan normal en lo cotidiano, para la mente y el recuerdo puede significar –por muy fatalista que esto suene– el principio del fin.

Porque nos preguntamos, incluso desde antes del saludo en sí mismo, el cómo lo vamos a hacer o decir.

Ya para entonces lo habremos hecho, una y otra vez, sin terminar de resolver aquellas inagotables preguntas que, de una u otra manera, terminan reapareciendo disfrazadas de otros temas, de otras gentes, luciendo otros nombres, otras caras.

Siempre la misma mierda, una y otra vez, tal y como lo dictamina el tiempo en sus falsas escalas del uno al doce.

Entonces me quedo pensando, así de la nada, mientras tomo del café que creía estaba aún caliente, mientras miro de nuevo tan peculiar reliquia, mientras vuelvo a escuchar la voz de mi padre.

A veces puede parecernos insólita la memoria por la manera en que trae, desde ninguna parte, todo un catálogo de sentimientos, emociones, sensaciones.

Todas tan variadas y tan unificadas. Todas tan distintas entre sí, pero siempre tan iguales. Así como aquella sensación de apego que nació en mí a causa de Luca. Una sensación que, hoy día, sigo creyendo era tan igual a la que solamente mamá podía generar en mí.

Así mismo, un regocijo sin nombre surgía de mí cuando aparecía sin siquiera avisar, como si me leyera la mente en los exactos momentos en que me decía, con una insistencia visceral, que me quería morir.

Luego aparecía, con esa tan abstracta bipolaridad suya de ser y no ser el niño callado, el niño absurdo, el niño penoso o el niño aventurero. Recordarlo me roba, como en aquellos días, una que otra sonrisa.

¿Cómo habrían resultado las cosas de no haber sido como dictaron los dados del destino? Otra pregunta vacía para los andenes de la existencia per sé.

Cuenta atrás el tiempo nuevamente, mientras vislumbro, por la ventana, la todavía tenue luz de un sol que ni nace ni se oculta, como los relojes de la memoria. Un sol que se queda estático a la par de las arenas que sopla el viento de un pasado tan distante de mí como las nubes que flotan en el cielo.

Y ahí estaba Luca, en la puerta principal, tocando el timbre una y otra y otra vez, hasta que Marshall, mi padre, le abre la puerta para saludar.

Me asomé y fue entonces cuando lo ví vistiendo un camuflaje militar en tonos grises junto a unas bermudas de jean con un tono azul lavado.

Hasta lucía más infantil de lo habitual. Tal vez se debía a los colores o quizá por que andaba sonriendo demasiado, no lo sé.

Marshall solo le pregunta cosas referentes al señor Dubois −su padre− y al señor Dubois −su tío−. No dijo mucho antes de escurrirse hasta la que, entonces, llamaba mi habitación después de hacerle un par de señas rápidas.

−Creí que no te vería hasta el sábado.

−Era mucho tiempo ¿verdad? Así que insistí en no querer acompañarlos. Costó, pero aquí estoy.

−¿Y Anton? Te tocará lidiar con él.

−Se irá solo dos días. Debo aprovechar.

Y lo dije de una manera muy peculiar: entre alegre y afligido. Está consciente respecto a la fugacidad de la alegría para, luego, toparse con la cruenta realidad que desglosa lo que persiste en lastimar, como agujas sobre la piel, todos nuestros más latentes y humanos sentidos.

Me fue muy difícil acostumbrarme a esas expresiones tan ambiguas que, paulatinamente, se fueron acentuando con el madurar de nuestra tan joven amistad.

El día recién empezaba, aunque la hora era ya tardía. Solo quedaba el polvo revoloteando tras nuestra marcha mientras trazamos, sendero arriba, huellas con las bicicletas.

Era cuando nos olvidabamos del mundo, porque el mundo ya se había olvidado de nosotros, excepto el lago.

El lago seguía ahí, colina arriba, a la derecha para luego ir bajando nuevamente hasta llegar a sus gloriosamente húmedas orillas, con sus hermosamente cristalinas aguas reflejando los tibios rayos de un sol de media tarde.

−Empezaba a extrañarte.

−Empezaba a extrañarte

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Aquello que fuimos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora