VII

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Solo busco formas de empezar de nuevo un algo que carece de principio alguno, a excepción del café

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Solo busco formas de empezar de nuevo un algo que carece de principio alguno, a excepción del café. Me sirvo otra taza antes de caer en cuenta de que siquiera he terminado la anterior.

¿Dónde quedó mi tan escurridiza taza azul? La misma taza que, siendo otra y no realmente la misma, me acompaña desde las más tempranas de mis horas mientras descifro todavía los misterios de tan particular cajita.

Cajita, porque es pequeña, casi diminuta y con dotes escurridizos similares al de mi taza azul.

Sorbo un poco y, creyendo que era mentira, fracaso: está frío. Café frío y amargo porque ando olvidando los deta-lles de la latencia.

Café amargo y frío porque pienso demasiado en lo que vengo recordando desde que tomé por olvidadas las reglas del tiempo, todas y cada una, solo para volver a visitar las mismas montañas que juré jamás pisar.

Luego sale Luca de la habitación. En su rostro, un algo que le imprime tonos rojizos a su piel me dice, casi a gritos, que las cosas deben dar un paso hacia atrás por el momento.

¿Qué ocurrió y qué hice? Por primera vez puedo decir que no lo recuerdo. No habría sido la primera vez que ocasionaba en él un impulso de semejante grado y magnitud, pero tampoco sé cuál de las tantas veces había sido aquella.

Es como si, de alguna manera, tu propia mente se las jugara contigo y eliminara falsamente ciertos detalles de ciertos momentos muy parecidos solo para esclarecer que, sin importar cuál es cuál, la cagaste tremendamente al hacer o decir lo que sea que se haya gestado en el momento.

Porque, al parecer, no importa reconocer cuál fue ciertamente el error, simplemente se trata de reconocer que hubo uno y padecerlo pasivamente por el resto de la eternidad. Porque la conciencia puede ser tanto brusca como hija de puta.

Y se perderían las horas del reloj mientras me encerraba en mi habitación a la espera de un único impulso de valor para salir más allá de esa puerta blanca que está ahí, atravesar la sala de estar, escapar de las garras del pórtico y correr calle abajo hasta los dominios Dubois.

Llamar a la puerta y preguntar por él, esperarlo afuera o pasar (según diga el señor Dubois padre), mirarlo luego a los ojos y aceptar, tediosamente, que la había cagado.

Pero solo son conjeturas que hago desde el ahora, porque en ese ayer −que todavía no sé cuál es en específico− sé que no hice más que guardar silencio sobre la cama y esperar verlo regresar por cuenta propia.

Asuntos de niños. ¿Qué puedo decir?

−Eso fue estúpido.

−Muy estúpido, a decir verdad.

−Lo siento mucho.

Sonreía. Sonreía mientras agitaba las piernas dentro de las cristalinas aguas del lago como diciendo que me olvidara ya de aquello.

Porque así transcurrió entonces la tarde, mientras charlábamos de cualquier cosa para disimular que nada había ocu-rrido horas atrás, para hacernos de cuenta que no hubo discusión alguna y seguir adelante, tomados de la mano, y no abandonarnos en medio de aquellas tierras de nadie.

Entiendes un poco el asunto ¿no es cierto? Si no es así, descuida, no hay apuro. No tengo prisa en contarte más de estas cosas olvidadas por el tiempo y no por mí.

Cosas que deambulan en la urgencia, en el desespero y eclosionan dentro de lo cotidiano, porque lo fracturan. Cosas que no están listas para irse todavía. Ni siquiera yo estoy listo para dejarlas ir a ninguna parte.

Es entonces cuando el café toma sen-tido nuevamente mientras lentamente via-ja desde el fondo de la taza hasta mi garganta. Está mucho mejor ahora: más dulce, más mío, más conocido. Pero no tanto como Luca.

Entonces pregunto al aire, así como los locos: ¿dónde podría yo encontrarlo de seguir aquí, en alguna parte? ¿Qué dirección habría tomado a diferencia de mí? ¿Qué nos hubiera distanciado?

Y suena tonto decirlo en voz alta.

De por sí, pensarlo ya es bastante tonto como para tener que tomarme la molestia de pensarlo en voz alta también mientras acaricio el borde de la foto, mientras sorbo de mi tercera taza de café, mientras me dejo llevar, corriente arriba, por las inacabables mareas de mi tan imperturbable memoria.

Entonces se quitó la ropa y se dejó caer, como plomo, entre el frío abrazo de las aguas. Debía imitarlo. Sus habilidades como hombre pescado, a pesar de mis intentos por enseñarle, parecían no terminar de asentarse del todo, pero se esforzaba.

Al menos ya no chapoteaba tanto, ya no me hundía en medio de sus ataques de pánico y sonreía más estando en el agua. Era como si se lavaran sus preocupa-ciones y se fueran hasta la más oscura de las profundidades.

Las mías, en todo caso, desaparecían al verlo así, mojado de pies a cabeza, sonriente y despreocupado. Él era el agua que lavaba por completo mis preocupaciones, que llenaba y desbordaba mis exasperantes vacíos.

Por un brevísimo período de tiempo, mi vida se volvía Luca, así como su vida se volvía las aguas de aquel lago.

Era una especie de pacto silencioso donde ni el uno ni el otro comunicaban intención alguna, solo ocurría con la más fragante de todas las normalidades, con la más sobrenatural de todas las esencias: amor.

Era una especie de pacto silencioso donde ni el uno ni el otro comunicaban intención alguna, solo ocurría con la más fragante de todas las normalidades, con la más sobrenatural de todas las esencias: amor

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