XXIII

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Las cosas han perdido totalmente el sentido de la realidad

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Las cosas han perdido totalmente el sentido de la realidad.

Aquellos pensamientos minúsculos, casi olvidados por los tiempos presentes, resurgen de un recóndito pasado y se pasean por mi departamento luciendo piel clara y cabellos rojos.

El pasado más cercano ha hecho acto de presencia tras la línea telefónica mientras termino de aclarar ciertos aspectos del que soy y del que alguna vez fue el Marshall que conozco a medias.

¿Acaso tengo asuntos pendientes con la eternidad?

–Algo así, pero menos dramático.

–¿Para ti que es menos dramático, Luca?

–No lo sé, dime tú. Tú eres el adulto aquí.

Pero no es cuestión de ser o no el adulto. Sobre todo, cuando me siento tan confundido, tan desprotegido, tan a la deriva de mí mismo, con la mente siempre en blanco, excepto cuando está Luca, aunque sé que él nunca ha estado de verdad, que son solo cosas de mi imaginación, desvaríos de un auténtico demente que intenta reorganizar su vida yéndose a ningún lugar en sus pensamientos.

–Otra vez estás siendo exagerado, Jacob.

–¿Te lo parezco?

–Un poco. Bastante, sí.

Y debo pensarlo claramente mientras sigo resguardado bajo las sábanas. Luca salta sobre la cama y me siento flotar sobre las aguas un vasto océano.

La calma es falsa y la tormenta adorna un horizonte borroso que relampaguea constantemente. De resto, solo somos el agua, el vaivén de la marea y yo.

Sé que debo pensarlo con tiempo, con calma. Sandra no me llamaría solo porque sí, esa es una de las imposibilidades del mundo. Sobre todo, porque Sandra no sabe disculparse, no sabe retroceder, no sabe arrepentirse. Cosas que yo hago demasiado con demasiada habitualidad.

–No veo nada malo en ello.

–Pero lo es, en cierto modo.

–Nunca entenderé a los adultos.

Sonríe y se deja caer sentado sobre la cama. Se me queda mirando fijamente con esos ojos de fantasía mientras mantiene esa sonrisa en el rostro. Algo planea o algo tiene justo en la punta de la lengua y se niega a decirlo.

El Luca de siempre vuelve a hacer de las suyas. Marshall había salido. Había mencionado algo sobre unas medicinas que no entendí del todo bien.

Yo seguía un poco mareado, un poco torpe, y me costaba demasiado esfuerzo mantenerme de pie por mucho rato, así que simplemente me aislé en mi habitación, tendido sobre la cama muerto de cansancio y aburrimiento.

La puerta se abre.

Una cabellera pelirroja se pasea, silenciosamente, por mi habitación y se recuesta a mi lado.

–¿Cómo te sientes?

–Creí que no querías volver a verme.

–Admito que exageré un poco.

–¿Solo un poco? ¿Tú crees?

–Un poco. Bastante, sí.

Y me miraría de esa forma en la que solo él sabe pedir disculpas, la misma con la que suele develar secretos. Porque le cuesta demasiado hacerlo con palabras, así como me cuesta a mí corresponderle sus intenciones.

Solo le sonrío y lo tomo de la mano.

¿Acaso en eso es lo que piensa? ¿Es por eso que me mira y sonríe de esa forma? Porque, haciéndome a un lado, esperaba no volver a saber de Sandra.

O, al menos, me había dado por entendido que no sabría más de ella después de mandar al diablo lo nuestro, todo por un capricho insulso e irrelevante.

¿La he dejado de amar? Tal vez un poco, sí. Porque estoy seguro que puede vivir la vida que pretende, de la forma en que pretende hacerlo, con o sin compañía. Para personalidades tan apisonadoras, lo imposible lo hacen posible, así como los magos hacen magia.

–Entonces hazlo.

–¿Hacer qué cosa?

–Tú sabes, no te hagas.

Por supuesto que lo sé, es solo que no estoy seguro de querer hacerlo, de poder hacerlo. No estoy seguro tampoco de qué conseguiría haciéndolo, así que, dejar esa opción de lado me parece lo más fácil, lo más sensato, lo menos imposible.

Entonces Luca me toca el hombro y, con su sonrisa de niño loco, se señala a sí mismo con ambas manos haciendo un bailecito gracioso.

Porque sabe que estoy pensando en imposibles y trata de recordarme que él también lo es, pero está aquí conmigo, de nuevo, a muchos años de distancia.

¿Qué tan loco debe estar un hombre para seguir los consejos de un niño de doce años? Sobre todo, cuando hablamos de un niño de doce años que no existe en verdad, que solo es producto de una imaginación atrofiada, estresada y, virtualmente, independiente.

–Te he dicho que dejes de decir que estás loco.

–Lo he intentado.

–Lo he intentado

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