XVIII

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A lo mejor no me di cuenta antes de ello, pero su presencia también se ha infiltrado en mis horas de trabajo

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A lo mejor no me di cuenta antes de ello, pero su presencia también se ha infiltrado en mis horas de trabajo.

Ese cabello de rojos flameados se pasea, vaivén, por el piso de oficinas, casi como si fuese un palacio de juegos.

De algún modo ha logrado hacer que la semana y el trabajo parezcan algo irremediablemente tonto, sencillo y sin importancia alguna.

Nunca antes había terminado tanto trabajo sin problemas. Nunca antes había adelantado otros proyectos de manera tal que, sin notarlo, me habría librado por completo de los pendientes.

¿Este pequeño fantasma tiene la culpa de mi extraño desenvolvimiento laboral? ¿Se las ingenió solo para tenerme de vuelta en casa horas antes? ¿Cómo podría agradecerle por lo que sea que esté haciendo?

–¡Solo apresúrate y volvamos ya!

–Pero, Luca...

–Sin peros. ¡Apura, apura!

Entonces, por la prisa, olvidamos por completo que esa noche la tienda no estaba en el lago. Ni las bolsas de dormir, ni la ropa de emergencias, ni los bocadillos para amanecer.

Lo habíamos recogido todo poco antes de ser visitados, y casi descubiertos, por el demonio de Anton. Nuestro lugar seguro, nuestro escape, nuestro paraíso empezaba a ser rondado por hienas casi a diario.

No había sido divertido para nada el vernos obligados a abandonar el fuerte ante una invasión enemiga. No era lo ideal, pero al menos era lo más seguro.

El miedo que Luca le profesa a Anton ha aumentado desde un incidente que no había querido contarme todavía y la idea de volver al lago era lo único que parecía recordarle aquello.

Aun así, insistió en que debíamos estar ahí, debíamos pasar la noche ahí.

Dejamos las bicicletas a un lado, ocultas entre unos arbustos, cubriéndolas con un manto de hojas caídas.

Quiero saber lo que pretende hacer para pasar la noche bajo este temporal frío y lluvioso. No puedo evitar pensar que está loco, pero eso ya es bastante redundante.

Me mira y sonríe con una complicidad que no comprendo, una complicidad que siempre que la dibuja en su rostro solo puede significar problemas. Pero ¿cómo no seguirle el juego si tiene la mágica cualidad de hacer que lo sigas hasta la luna sin cohete?

Me toma de la mano y me hace correr bosque adentro, mientras me empiezo a ahogar con el temor de encontrarnos perdidos en la oscuridad.

–¿Ya te asustaste? ¡Confía en mí!

–Ya te estás propasando con tus locuras, Luca. Mejor volvamos. ¡Vamos!

–Entonces ¿no quieres tu regalo de cumpleaños?

Y su sonrisa pícara se entrelazó con la luz de la luna. Su mirada, con ese color tan inusual, parecía un hechizo hipnótico, un asunto de otro mundo.

Entonces me arrastra unos pasos más al norte, y se detiene junto a un viejo árbol ya sin hojas. En la base, oculta en un agujero, yace un pequeño cofre de una madera que, noto, es bastante vieja.

De un marrón claro barnizado, se siente en las manos como una seda muy exótica. Todo cuanto viene de sus manos se siente de esa manera: exótico, mágico, fuera de este mundo.

Abre el cofre y, envuelta en un brillante papel, me entrega una pequeña caja plana que me prohíbe abrir hasta estar seguros en casa.

–¿De verdad aún lo conservas?

–Por supuesto que sí. ¿Qué esperabas?

–¿Puedo leerlo? ¿Puedo? ¿Puedo? ¿Puedo?

Recordaba demasiado bien esa forma de leer tan suya. La postura al recostarse, la forma de pasar las páginas, el destello de sus ojos ante cada escena, ante cada recuadro, ante cada diálogo.

Sigue siendo el mismo niño que conocí, el mismo niño que se sentó a leer durante un día entero, una y otra vez, sin aburrirnos nunca, el primer volumen del cómic de nuestro superhéroe favorito.

Ese fue un bonito cumpleaños, uno muy especial. Al parecer este será igual.

–¡Feliz cumpleaños, Jacob!

–¡Feliz cumpleaños, Jacob!

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Aquello que fuimos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora