XVII

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Esa vez había empezado a llover a un cuarto para las seis, según puedo recordar

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Esa vez había empezado a llover a un cuarto para las seis, según puedo recordar. Volvíamos temprano por el sendero cuando nos vimos retozando, de un lado a otro, entre hojas mojadas y charcos de lodo.

Había sido una aventura como cualquier otra, otro día de escape ocultos entre las robustas arboledas de la montaña, acampando al margen del lago que nos recibía a diario con el reflejo de las luces que el sol parecía fabricar para nosotros.

La tranquilidad y el somnífero de la fantasía nos habían segado por un momento en el que, atiborrados de juventud y alegría, no notamos las miradas que nos acechaban de cerca.

¿Habría sido posible evitarlo? Para mi yo de aquel entonces, 'imposible' surgió como un prelativo de nombre para aquel muchacho tan cruel.

Luca se llevó el saludito. Una bofetada de piedra se estampó en el pálido rostro marcándolo, incluso, antes de recibir el golpe. Anton reía complacido por su acción, por su gesto de poder y control, sobre todo porque sabía que, hiciera lo que hiciera, no diríamos nada.

Era imposible.

Es que el Imposible primo Anton parecía controlarlo todo, ser dueño de todo, manipularlos a todos.

No había manera alguna ante nuestros ojos de contrarrestar lo que sea que viniese de parte de sus manos, de sus miradas y sus palabras.

Todo lo que salía de él se sentían como balas en el cuerpo, una tras otra, agujereándote hasta hacerte polvo. Luca siempre se llevaría la peor parte.

–¿Vas a llorar, maricón? ¿O acaso esperas que tu novio te defienda?

No hice nada.

¿Cómo iba yo a hacer algo si tenía los huesos congelados y en los hombros me prensaban las manos de sus descerebrados secuaces?

Solo éramos hormigas bajo una lupa, esa era nuestra desgracia.

Solo podíamos cumplir nuestro papel de víctimas silenciosas y esperar que todo sucediese tan rápido como fuese posible para superarlo a esa misma velocidad.

Pero los morbosos siempre buscan prolongar el sufrimiento, ya sea a golpes, ya sea con palabras, ya sea también con una mezcla de ambos.

Yo solía recibir solo palabras, las peores siempre, pero no Luca.

Él debía cargar con todas las hazañas macabras que pudiera imaginarse su maléfico pariente, sobre todo la que en aquella tarde le dejaría una huella imborrable en su memoria, así como en la mía.

Aun escucho y siento en mi cuerpo los golpes que le propinó Anton frente a mis ojos mientras la lluvia se hacía más fuerte.

–¿Te haces el duro? ¡Vaya, pero si quiere impresionar al noviecito!

Me convertí, indirectamente, en la causa de muchas torturas. Me convertí en el noviecito de boca de Anton solo para tener las más siniestras excusas para torturarnos, sobre todo a Luca, a quien solo sabía golpear.

Yo sufría esos golpes también, porque no podía hacer nada para frustrarlos, para devolverlos, para rescatarlo una vez más como lo hice en el lago, y apartarlos, a Anton y sus sombras, de nuestro camino.

¿Qué podría hacer un enclenque debilucho frente a tres pubertos súper desarrollados con excesiva maldad en el cuerpo? Padecerlos en silencio parecía ser la única manera de aburrirlos y salir vivos del asueto.

–¿Por qué piensas en cosas tan tristes? Deberías olvidarte ya de eso. No tiene caso.

–Lo dices como si lo hiciera por gusto y placer.

Pero tiene razón, no debería pensar en ello, sobre todo mientras lo tengo sentado a mi mesa, frente a mí, robando la mitad de mi pizza cuatro estaciones y luego yéndose directamente a mi cama de nuevo, como si fuese suya y solo suya.

Toca dormir otra vez en el sillón. ¿Qué se le puede hacer?

 ¿Qué se le puede hacer?

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Aquello que fuimos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora