XXIX

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Tenía razón: no era, todavía, buen momento

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Tenía razón: no era, todavía, buen momento. Ambos lo sabíamos, pero opciones no quedaban y tampoco se podía esperar demasiado.

El asunto será delicado, siempre, y no había forma de seguir huyéndole a esa inflexible verdad. Eso también lo sabíamos.

Sabíamos que el tiempo perdido ya no tiene, ni tendrá nunca, remedio. Esa es una cuestión que no deja de pisotearme el alma.

Es por ello que lloro. Es por ello que requiso, de nuevo, el contenido de la misteriosa cajita, rearmando un rompecabezas que no sabía cómo configurar, pero que ya tengo pistas para hacerlo.

Por eso Luca...

Por eso Marshall...

Incluso Sandra, de alguna manera que todavía no entiendo...

Y no sabía nada porque no había querido saberlo. Por ello lloro. Lloro al igual que aquella lejana vez, cuando me arrebataron a Luca por culpa de mi propio e infantil egoísmo.

Lloro al igual que lo hice el día en que Marshall me dejó para siempre sin haberle dado, antes, otra oportunidad, sin haberle pedido perdón, sin haberle siquiera dicho que lo amaba.

Porque llovía aquella vez en que, teniendo trece años, recibí la noticia de su muerte horas después de nuestra discusión. Que fue cosa accidental, habían dicho los adultos de uniforme azul, los de patrullas blancas.

Pero aquella cosa había sido una mentira infame: a Luca lo perdí por mi culpa. A Luca lo perdí para siempre por mi culpa.

–¡Eso no es cierto! –dice él con los ojos llorosos. Yo no digo nada más. No puedo decir nada.

Debí ceder. Debí ser títere de sus niñerías y guardarme su sonrisa para el día siguiente, el día en que celebraría su cumpleaños número trece.

Y no pude seguir adelante por mucho tiempo porque su muerte la sentí impregnada con mi propia esencia. Le destruí la vida como se destruye una copa de cristal al arrojarla, con furia, contra una pared de concreto.

No pude volver al lago.

El corazón no soportaría la idea de una soledad tan intensa, de una tristeza tan agobiante y una culpa casi fulminante, todo a la vez.

Tampoco podía con la idea de verme ante las aguas en las que, aquella vez, habían encontrado el cuerpo del menor de los Dubois, el pelirrojo, flotando boca abajo, llevando todavía mi ropa puesta.

–¡Debía estar contigo! –le digo mientras pierdo la razón y el corazón, entre pieza y pieza, de una historia que jamás podré olvidar.

Porque tampoco fui lo suficientemente hombre para darme por vencido ante mis propios errores, tomar la palabra de Marshall y hacer algo de verdad con lo que ya sabía de la mierda que me estaba pisoteando.

Pero fui tan obtuso, terco, ciego.

Preferí llamarlo loco, entrometido. Preferí dejarlo solo en aquella cama y desentenderme por completo de su tiempo, el que casi ni tenía, solo porque no quería cumplir con mi papel de hijo.

Entonces el tiempo me sobró para todo, menos para él. Y lo hice todo, menos estar con él. Y ahora, ya no está. Ahora no puedo decirle lo que siento.

Tenías razón, Sandra, al decir que no era buen momento. Apenas y sé cuándo murió Marshall, porque ni eso lo supe a tiempo. Que no asistí a su velorio, ni al entierro, y quedé relevado de mi título de primogénito solo porque creí que sin eso todo estaría mejor.

Pero no fue así. Y hui de todo porque no me sentí digno de nada, de nadie. Porque Sandra no merecía a alguien como yo en su vida. La culpa, desde hace mucho, ha venido siendo mi razón de ser.

 La culpa, desde hace mucho, ha venido siendo mi razón de ser

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Aquello que fuimos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora