XVI

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Lo hace una vez más usando sólo y únicamente su risa

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Lo hace una vez más usando sólo y únicamente su risa. Aparto la mirada de mis cómics y lo miro a él mientras ríe, mastica, traga y vuelve a reír con una sincronía increíble.

Me contagia las ganas de reír. Lo logra, así como logra engañarme con cada una de sus historias, de esas que me contaría cada noche antes de dormir.

Sé que todas son falsas, exageradas e, inclusive, demasiado fantasiosas, pero tiene un poder impresionante incrustado en sus cuerdas vocales. Un poder que usa con demasiada naturalidad para la corta edad que pretende su cuerpo todavía.

Levanta la mirada de las páginas que lee y ríe con más fuerza todavía. Solo me queda imitarlo. Un recordatorio de nuestro primer encuentro. Una remembranza icónica que será, para siempre, la marca de nuestra relación, de nuestra cercanía.

Muerde otra galleta y se recuesta boca arriba, con la mirada fija en el techo intentando no ahogarse con la galleta que acaba de morder.

–Un día de estos irás a emergencias por un ataque de risa, sinceramente.

–Pero si mi risa es muy especial.

–Sí: es muy contagiosa.

Ríe ante mi respuesta, así como yo me río de su reacción.

Es muy noche y Marshall todavía resuena en su estudio como si estuviera plagado de roedores, como si alguien lo requisara con rabia buscando un algo que no aparece por ninguna parte.

Salgo de la habitación, lo más callado posible, y me asomo aprovechando la oscuridad de la casa. La única luz encendida que apenas le ilumina el rostro es, precisamente, la de su lámpara de escritorio.

Otra vez está llorando. Otra vez tiene el teléfono descolgado y el escritorio bañado de hojas y hojas, todas desparramadas, un espectáculo de absurdo desorden.

¿Qué lo inquieta tanto? ¿Qué clase de cosas hacen que un tipo tan rígido como Marshall se eche a llorar por las noches?

Siento que debería preguntar.

Siento también que no debería estar ahí, husmeando.

Vuelvo a la habitación como si nada, pero pensándolo demasiado. Pensando en los motivos, las razones que podrían existir y que todavía desconozco.

¿Quién te ha herido, Marshall?

¿Quién o qué te hace sentir así?

Luca se ha quedado dormido en mi cama mientras compraba algo para cenar. ¿De verdad está en mi cama o es solo una ilusión? La otra habitación todavía no está lista. Ni siquiera mi propia habitación está lista.

Así y todo, mi cama ya no es mi cama y por ahora, no veo otra opción, tendré que encontrar acomodo en el sofá de la sala. No sin antes desenmarañar los misterios de la memoria que se me escapa a borbotones de la cabeza, como una herida que sangra y sangra sin detenerse.

Y es que así se siente: como un sangrado constante que te va secando la vida, que te deja sin color y que contrae todo lo vivido, convirtiéndolo en una estela fugaz, un microsegundo en la eternidad.

Excepto Luca. Él no.

Él es, en todo caso, la herida abierta, viva. La que duele con la vista, con el tacto, con el pensamiento y con el alma.

Porque enfrentarme una vez más a esa mirada de fantasía, a esas risas dementes, a esa voz enérgica, es un tormento en vida. Porque vivo con una parte de un pasado recóndito, bamboleando de aquí para allá.

Si lo dijera en voz alta, me tomarían por demente. Me encerrarían con los dementes, con los lunáticos, con los inestables y demás.

–Deja de decir que estás loco. Solo eres aburrido.

–Pensé que dormías.

–Sí, pero huele rico. ¿Qué trajiste?

–Pizza para dos.

–Pizza para dos

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Aquello que fuimos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora