Capítulo 18: Oculto.

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Me encontraba sentado contra la pared del pasillo de la segunda planta, en el hospital, con las manos sobre la cabeza y ésta entre las piernas. La pena me atravesaba el pecho y me arañaba la piel. Sollozaba, sintiendo el agujero que Maya había dejado en carne viva. En cuánto escuché la voz de mi madre a lo lejos, alcé la cabeza y la busqué con desesperación. Me aclaré los ojos llorosos, sorbí por la nariz y me levanté mientras ella, con su gabardina marrón y los bajos de sus vaqueros embutidos en unas altas botas negras, se apresuraba hacia mí con una expresión quebrada a la par que dulce. Le rodeé el cuello con los brazos y en su hombro lloré. Fue como regresar de nuevo a mi niñez: a cuando me partí la clavícula, a esa vez que me quedé encerrado en el ascensor por horas o a aquella tarde de navidad en la que mi padre tuvo el accidente que casi le aleja de nosotros. Y como si de repente tuviera cinco años, mi madre volvió a crear ese espacio entre sus brazos para mí, un lugar donde siempre había necesitado refugiarme. En ese momento no había fuerzas para guardarle rencor por todo aquello que no me había contado.

Me separé de ella reticente cuando aún en su regazo, vi a mejor amigo salir del ascensor justo frente a nosotros. Me abrazó con fuerza y percibí su dolor como una bola de demolición, queriendo salir a gritos hasta desgarrarle la garganta. Cerré los ojos intentando desprenderme de ello mientras mis rodillas flaqueaban. No quería tener ese poder. No soportaba su dolor.

Fue mi madre quién lo apartó de mí, con ternura, para luego explicarle lo que había sucedido aunque no tenía ni idea de cómo lo sabía ni le pregunté. Cuando sin Vítor, mi pena volvió a ser solo mía de nuevo, y después de que mi padre me abrazara, decidí salir de allí sin saber cuánto tenía que ver mi madre en que me sintiera milagrosamente más consolado.

Había llegado hacía un par de horas al hospital en la ambulancia que trasladó a Doia. Me limité a observar su rostro todo el trayecto, tenía miedo de mirar más allá del collarín en su cuello. A pesar de que los paramédicos me aseguraron que no era grave, tenía la paranoia de que si me despistaba un solo segundo, ella dejaría de respirar, y entonces yo me perdería en su último aliento sin que nadie pudiera nunca traerme de vuelta. Me había concentrado en el sonido de su débil corazón, que no me extrañó escuchar con claridad, para que la sirena de la ambulancia y las voces de las personas que había conmigo dentro, no consiguieran ponerme nervioso. Luego de que llegáramos y e hicieran un examen exhaustivo de su estado, llamaron a sus padres y la subieron a la segunda planta. No me permitieron entrar en la habitación a pesar de que estuviera aún inconsciente, así que me quedé de pie en el pasillo. Sus padres no repararon mucho en mí cuando llegaron, antes de entrar a ver a Doia, apenas me dedicaron una sonrisa afable. Estuve medianamente calmado, sin pensar con todas mis fuerzas en Maya, hasta que Doia despertó y empezó a gritar histérica su nombre. Su agonía, como con Vítor, se metió dentro de mí y me hizo desplomarme. Terminé sentado en el suelo y tapándome los oídos mientras mi ser se corrompía. Me mantuve así el tiempo que tardó su enfermera en inyectarle un somnífero. Dormía desde entonces, y sus padres no se habían separado de ella.

Llevaba un rato sentado en un banco que había bajo el techado de la entrada del hospital, fumándome un cigarro de un paquete  que había comprado en la máquina expendedora de la planta baja y había encendido con un mechero prestado del grupo de enfermeros que disfrutaban a unos metros de mí, de su descanso. Continuaba lloviendo a mares y por ello aún no me había ido a casa aunque rezaba por no encontrarme a ninguno de mis amigos, estaba aterrorizado con la idea de percibir la tristeza de cada persona que tocara, ya tenía suficiente con la mía propia. Estaba empapado y sentía el frío calar hasta mis huesos con cada soplo de aire.

Prohibidos: Esclavos del tiempo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora