Capítulo 20: Extracorpóreo

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Narrador: Doia

Me encontraba acurrucada en la manta de terciopelo violeta que había sobre su cama. "Nieve" se había acomodado  junto a mí y, ronroneaba y entrecerraba los ojos de placer al desliz de mi mano por su blanco pelaje. Me sentía exhausta, como si hubiera corrido una maratón, y tenía la garganta irritada, los ojos llorosos y un vacío en el pecho que palpitaba cada vez que inspiraba al igual que mi dolor de cabeza. Sabía que estaba soñando pues aún sentía el pinchazo de la aguja en mi brazo izquierdo a causa de la inyección pero no me importaba, en sueños o no,  aquel lugar era exactamente donde quería estar en ese momento. Lo había deseado antes de cerrar los ojos y eso fue lo más cerca de ella que se me permitió estar. Su habitación olía usualmente a jardín, culpa de las numerosas plantas que tenía en su balcón que inundaban esas cuatro paredes con su aroma cuando soplaba un poco el viento. Era un olor relajante y como a mí, a Nieve le encantaba, de ahí que siempre optara por la habitación de Maya antes que cualquier otro sitio de la casa. Pero en ese momento el que predominaba era el olor a tierra mojada por la lluvia que caía a fuera a cántaros; Respiré hondo y dejé escapar silenciosamente las lágrimas que en aquellos minutos se me habían acumulado en las pupilas, dejando de acariciar a aquel precioso felino de ojos verde oliva. Me pregunté si cambiaría después de esto, si no lo estaba haciendo ya, y sabía que sí, que nunca volvería a ser la misma. Tendría su pérdida a mi espalda, sería incapaz de poder avanzar y pasar un solo día en el que no me mirase al espejo y me culpara por las decisiones que tomé. Me quedaría atrapada en el hecho de que si hubiera conducido más despacio, llegando más tarde al semáforo y por lo tanto dejando que otros ocuparan el primer lugar, no nos habríamos cruzado con aquella furgoneta.  

Intenté recordar el accidente pero en mi mente solo salían imágenes borrosas así que me rendí pocos minutos después. Sentí la corriente de aire frío que empezaba a entrar por el ventanal de la terraza y ondeaba las cortinas moradas. La temperatura caía precipitadamente junto a la noche, y la habitación cada vez se oscurecía más. Me moví para coger la manta sobre la que estaba echada y me arropé con ella. Llevaba el batín que me habían puesto en el hospital pero me di cuenta que no había rastro de las cicatrices y heridas causadas por el accidente como tampoco la dolencia física. Nieve se hizo un ovillo a mi lado bajo la manta, le sobresalía mínimamente la cabeza, y ronroneó esta vez por la calidez inmediata que le proporcionaron aquellos centímetros de terciopelo. Lo único que sentía yo, aparte de un alma rota, era la necesidad de hacer que aquel amuleto que tenía colgado al cuello, volviera a despertar al tenerle a él cerca. Despegué mis labios, humedecidos por las lágrimas que aún se resbalaban más allá de mis mejillas, y susurré su nombre en el aire recreando su rostro en mi mente.

Aparecí en mitad de un enorme pasillo blanco que olía a productos químicos de limpieza mezclado con el olor del agua oxigenada, el latex y la sangre. Sabía perfectamente dónde estaba. La luz de los tubos fluorescentes que lo iluminaba me deslumbró por unos segundos haciéndome entrecerrar los ojos y, el murmullo de la gente, las voces del personal del hospital entreoyéndose sobre éste y el ruido de los aparatos médicos que hacían eco en las habitaciones que estaban abiertas, me embotaron la cabeza. Me acostumbré a la exposición de luz poco a poco conforme giraba sobre mí misma para contemplar el alrededor.

No me agradaban los hospitales, nunca me había gustado la sensación que venía junto al olor que desprendía mi madre cada vez que llegaba a casa de uno de sus turnos por lo que cuando era pequeña soñaba que trabajaba en una fábrica de dulces y volvía a casa apestando a galleta, hojaldre o croissant de chocolate.  Aún lo hacía cuando tenía un mal día; Levemente mareada, di unos pasos hasta Vítor que estaba en uno de esos incómodos asientos de centro de salud, inclinado hacia delante y con las manos en la cabeza. No me vio cuando me agaché para verle mejor el rostro ni me sintió al poner mis manos sobre sus rodillas para intentar calmarle al ver su estado. La muerte de Maya me atravesó el pecho, dolió tanto como la primera vez.  

Prohibidos: Esclavos del tiempo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora