Tierras altas

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—No parece muy cómodo—me dijo el hombre con el que compartía carruaje.

Yo no había querido mirarlo, pero en ese punto no me quedó de otra. Levanté la vista y vi su rostro. Era un hombre alto, de buena constitución física y de aspecto varonil y apuesto. Llevaba el cabello corto, peinado de lado, pulcramente, y de un rubio casi dorado; los rasgos de su rostro eran finos, pero, como dije, nada afeminados, tenían lo justo de imperfecciones como para hacerlo increíblemente guapo; piel blanca, algunos lunares, labios rosas, nariz ligeramente torcida, gesto adusto que marcaba con líneas su frente. Debía ser más joven que yo, al menos unos años.

—No—contesté—, quería un carruaje privado.

Bufé aquello último, y sentí la sacudida del carro, como si éste me reclamara mi desprecio. El joven atractivo frente a mí, sonrió suavemente.

—¿Primera vez en Irlanda?

Asentí. Y no estaba muy seguro de querer volver. El clima era horrible. Cuando el tren llegó estaba haciendo un tiempo de maravilla, dos segundos después, se había desatado una torrencial lluvia. Ciertamente, estábamos por entrar al verano, pero aquello era de locos. Tomar un carro de la estación del tren a la posada resultó, también, una locura. Un par de señoras me atropellaron con sus enormes bolsos y un hombre me piso mientras hacía fila e intentaba no mojarme demasiado.

Como los caminos eran peligrosos, los carruajes iban lento, puesto que, dijeron, había lodo y poca visibilidad con esa lluvia. Para quienes queríamos arriesgarnos, teníamos que compartir carro con otros pasajeros, claro que éstos debían tener una ruta más o menos similar. Estaba pensando que me quedaría a dormir en la maldita estación, cuando el caballero, ahora frente a mí, apareció y, casualmente, iba a la misma posada que yo.

Así que ahí estaba, un tanto calado hasta los huesos, con frío e incómodo en ese viaje bamboleante y estridente por las gotas de lluvia que caían violentamente sobre el toldo del carro, no quería imaginarme al pobre chofer allá afuera, sin más que un vano impermeable; pobres, también, de los caballos.

—¿Qué lo trae por aquí?

Fruncí el ceño, no quería hablar, pero aquel se empeñaba en sacarme conversación. Tal vez, tenía un punto, ¿qué más podíamos hacer? A parte, digo, de preocuparnos por llegar a salvo a la posada.

—Negocios—dije y me quité un mechón empapado de la frente.

—Es norteamericano, ¿cierto?

Asentí de nuevo.

—Tú eres de aquí, ¿verdad?

Su acento lo delataba, era un lindo acento, aunque a veces no comprendiera bien lo que me decía y tuviera que agudizar el oído, muy a pesar de ser el mismo idioma.

—¿Tú que haces aquí? —pregunté.

Bien, sí, ese era su país, pero parecía un viajero igual que yo, un hombre que va de viaje o regresa de uno. Posiblemente, pensé, se trataba de eso, un regreso. No me equivoque del todo.

—Vine de visita—dijo—, estoy de licencia.

Entonces se abrió el abrigo negro que llevaba, él no se había mojado tanto, como buen irlandés, se había armado de un paraguas. Bajo el abrigo, brillaron las insignias doradas de su uniforme militar.

—Ya veo—respondí.

—¿Qué tipo de negocios lo traen a Irlanda?

Él no se iba a cansar. No me agradaba, pero la plática me permitió no pensar en el frío.

Stony series  Vol. 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora