3. Donghae

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En la puerta de entrada de mi piso cuelga un cartel que dice: 私の人生の家 (Watashinojinsei no ie). «La casa de mi vida». Es de hierro forjado pintado en blanco, oxidado por el tiempo. Lo hallé hace unos años en un mercadillo de antigüedades. Quien me lo vendió me contó que lo mandó hacer un noble caballero que vivió en Japón hacia finales del siglo XIX. A veces me gusta imaginar que yo también he sido un caballero que viajaba y vivia en Japón en una vida anterior. En otro caso, no se explicaría mi pasión enfermiza por una ciudad que jamás he visto: Kyoto.

Francés y japónes son los estilos que he escogido para mi casa. Un poco por todas partes, reina soberana la madera decapada. Algunos muebles salen de casa de la abuela, pero fui yo quien los lijó con papel de vidrio para otorgarles cierto estilo rústico. En la cocina, en los cajones de un antiguo aparador, he pintado, con una letra de estilo lejanamente clásico, las palabras journaux, plats, recettes. Naturalmente en su interior se encuentra cualquier cosa menos periódicos, platos o recetas. Simplemente, esas palabras eran las que me gustaban.

La cama de Matita es una cuna de hierro forjado de principios de siglo, oxidada y también sacada de un rastro. Lo que es un tanto complicado es subirse a ella, a menudo Matita se golpea el hocico contra el estribo donde he colocado el velo. Se mece o, mejor dicho, chirría, y creo que es muy incómoda a juzgar por la mirada de odio de Matita en los primeros tiempos, cuando la obligaba a dormir en ella por razones puramente estéticas, porque me gustaba la idea de verla tumbada en una cuna antigua. Qué tonto he sido. Por suerte Matita acabó encontrándole el punto y ahora no hay quien la aleje de la cuna.

La última pieza antigua, la más preciada, la causa de que no pudiera renovar mi ropero durante una temporada entera, es la bañera con pies, de 1912. Como no entraba en el baño la puse en el comedor, delante de la ventana, y le pedí al fontanero que consiguiera que le llegaran todas las tuberías necesarias, agua caliente incluida. Lo increíble es que ahora mientras me baño puedo ver al mismo tiempo la estación de autobuses de la plaza y la tele. Mi madre, cuando la vio, me dijo que no tengo remedio y que de haberlo sabido antes habría puesto la casa del abuelo en alquiler.

En las paredes del comedor y de la pequeña cocina azul hay una secuencia ininterrumpida de carteles de películas francesas y japonesas de los años cincuenta y setenta y de famosas fotografías de Robert Doisneau. Sobre el sofá de la sala de estar, perfectamente visible desde la bañera, campea la reproducción tamaño gigante de la inolvidable fotografía El beso del Hôtel de Ville. El beso que un día le daré al hombre de mi vida. Si llego a encontrarlo, ese día le haré vestir la misma chaqueta que el personaje de la foto, con la bufanda beis que sobresale como quien no quiere la cosa, y me pondré un jersey negro corto, un pantalón largo tipo años cincuenta y me peinaré de la manera más acercada que se pueda con cabello corto a la chica de la foto. 

Entonces, justo delante del Hôtel de Ville, que a decir verdad no tengo la menor idea de dónde queda, cerca del primer bistró que encontremos, él me besará y yo fingiré que me pilla desprevenido, obligando naturalmente a un peatón a registrar el momento para la inmortalidad en una foto. Y entonces ése será Mi beso del Hôtel de Ville, aunque para poder obtener ese beso no tiene que ser hasta Paris, un beso así con el amor de tu vida lo querría incluso en Kyoto, mi ciudad obsesión en el Fushimi Inari y después lo enmarcaré y colgaré donde ahora está el original, para ofrecerlo en bandeja a la envidia del mundo.

Volviendo a la decoración, el dormitorio es sin duda la mejor habitación de la casa, de la que más orgulloso me siento. Y es que en las paredes, en lugar de una pintura de color o de un papel pintado cualquiera, decidí colgar imágenes panorámicas de la ciudad (es decir, que te parece estar en el mismísimo centro de Kyoto visto desde el último piso de un rascacielos). Cada pared representa un punto de vista diferente: sobre la cama, por ejemplo, campea la Torre de Kyoto. De hecho, cuando voy a dormir es un poco como si subiera en un helicóptero suspendido sobre la ciudad. Algo exclusivo. La mayor parte de las personas que han entrado en esta habitación, Suho incluido, han tenido la impresión de padecer vértigo. Mejor, al menos este trozo de paraíso queda reservado exclusivamente para mí.

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