24. Eunhyuk

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Espero la llegada de Donghae delante del santuario durante un tiempo que me parece infinito.

Contactar con una fotógrafa del calibre de Marguerite Dupoint no ha sido fácil. Por suerte, cuando le he explicado de qué iba la sorpresa en la que había pensado, ha reaccionado con entusiasmo.

Lo esperamos juntos, sentados a la mesa de un cafe. Mientras fumamos un cigarrillo, Marguerite me pregunta:

—¿No tienes la menor duda? Quiero decir, ¿estás seguro de que te gustará también en persona?

A decir verdad no sé nada seguro y por momentos me parece todo prematuro y hasta un poco ridículo, pero me basta con recordar la sensación que tuve la primera noche que chateamos en Facebook para tranquilizarme.

Marguerite sonríe.

—Estás muy bien vestido así —comenta—. De verdad que pareces Jacques.

—¿Quién es Jacques?

—Ella se llamaba Françoise y él Jacques. En 1950 tenían veinte años y su historia de amor duró sólo uno, pero durante medio siglo ha representado la pasión de la juventud, del amor feliz que no se esconde, de la magia eterna de París —me cuenta Marguerite, entre una calada de cigarrillo y otra—. El beso de Doisneau es una de las fotos más célebres del mundo, como la de Alberto Korda que retrata la mirada del Che, que acabó saliendo en millones de carteles y camisetas, y la de Robert Capa que congela la muerte del miliciano en España. Estoy contenta de haceros esta foto, es la confirmación de que cuando contemplas una buena imagen en cierto sentido quisieras formar parte de ella.

En ese momento me suena el móvil. Es Albert, el chófer; me avisa de que Donghae ha llegado y están a punto de dejar el aeropuerto. Empiezo a ponerme nervioso. Marguerite se da cuenta y me deja pasear solo por la plaza. Mientras tanto mide la luz y busca el encuadre correcto.

Me acerco a un pequeño grupo de palomas que se están arrullando. Me siento estúpido esperándolo delante del santuario, me esfuerzo para recordar su rostro, pero no logro visualizarlo. He organizado todo esto para una persona que apenas conozco. Sabía que estas redes sociales acabarían por idiotizarnos a todos.

—El beso tendrías que dárselo exactamente en este punto —me advierte Marguerite—. Pero tenéis un margen de un par de metros.

Asiento para comunicarle que he entendido y siento que la ansiedad no para de crecer. Miro el reloj y respiro profundamente. Albert vuelve a llamarme, están llegando.

Marguerite y yo entramos en la tienda de zapatos de la esquina, para esperar la llegada del coche desde el escaparate. Si pienso mucho rato que estoy haciendo esto por un chico que no veo desde que era niño, me siento un idiota. Por no hablar de la que he montado para reservar una mesa en el restaurante, el Ryoanji Yudofuel. Normalmente se tarda meses, y he tenido que ir a molestar a éste y al otro. ¿Y el hotel? Ninguno me parecía suficientemente bueno para la ocasión, hasta que he encontrado un hotel en el corazón de la zona más antigua de Kyoto, Aoi Kyoto Stay, y he pensado que lo habían diseñado expresamente para el. También el barrio lo refleja a la perfección. Aunque al fin y al cabo, ¿qué sabré yo? Hace tan poco tiempo que lo conozco... Es todo tan ridículo...

Albert acerca el coche a la acera y se para. Estoy a punto de decirle a Marguerite que lo deje correr, darle un beso de esta forma no tiene sentido. Ella me indica que me dé prisa. Alejo la mirada del escaparate antes de que Donghae salga del coche.

—¿Qué te pasa?

—Olvidémoslo, Marguerite. Siento haberte involucrado, pero ahora me parece demasiado artificial.

—No te preocupes —me contesta—. Te entiendo a la perfección.

Nos despedimos dentro de la tienda. Cuando salimos, lo veo. Está caminando, perdido, en la acera: el pelo peinado hacia un lado, el fleco ligeramente caido, la piel blanca, de porcelana, con las mejillas ligeramente rojas.

En un instante mi mente se vacía de cualquier pensamiento. Sólo queda el deseo de alcanzarlo lo antes posible.

Cruzo la calle sin dejar de mirarlo. Cuando sus ojos me distinguen, ya no tengo dudas. Es como esperaba volver a encontrarlo y las sensaciones son incluso más fuertes de lo que imaginaba.

Lo beso sin ni siquiera pensar en la foto que Marguerite iba a hacernos. Y sólo cuando el flash está encima de nosotros me doy cuenta de que por suerte no me ha hecho caso.

Nos saluda sosteniendo la cámara con una mano y tocándose con la otra el corazón: me da las gracias por hacerlo, por haber creído en ello. Donghae se ha conmovido, no puede ni hablar, y a mí me basta con volver a encontrar sus grandes ojos húmedos para sentir de nuevo el deseo de besarlo.

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