8. Eunhyuk

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  Existe una primera vez para todo, incluso para enviar una solicitud de amistad en Facebook. El que se ha hecho con la primicia es el niño del colegio que hace casi quince años que no veo.

De vez en cuando le echo un vistazo al ordenador para ver si me ha contestado. No sentía una curiosidad de este tipo desde hace no sé cuánto tiempo. Hasta me noto distraído: Anna, la secretaria, hace una hora me ha recordado la comida en casa de mis padres y ha esperado en balde mi respuesta, luego debe de haberse alejado perpleja. Cuando me he querido dar cuenta, ya había bajado a comer.

Estoy en el coche y pienso en lo que podría haberle escrito junto con la solicitud de amistad. A lo mejor habría venido a cuento un mensaje para saludarlo. Compruebo en la BlackBerry, pero nada, todavía no hay respuesta.

En casa me espera una inusual comida familiar. Ha venido a vernos una prima de mi madre que vive en Nueva York y este fin de semana toca improvisar: la familia perfecta. Mi madre vive para esto, padece el juicio de los demás. Mientras mi padre y yo padecemos sus presiones para que todo salga según las expectativas.

Mis padres viven en una villa en el distrito de Gangnam. Antes éramos tres, repartidos por los seiscientos metros cuadrados de interiores y los mil de jardín; hoy quedan dos. Dentro de esos muros, sin embargo, es constante la sensación de que falta el aire. Hasta en el jardín.

La verja pintada de negro se abre. La avenida avanza en medio de una extensión verde, que de niño recorría montado en un triciclo. El exterior de la villa está pintado en amarillo tenue, y las raíces secas de las plantas trepadoras llegan hasta el techo y las grietas. Incluso de día, las ventanas tienen casi siempre las cortinas corridas. Hitchcock, el pastor alemán, se me acerca sin ladrar. Frota su hocico en el dorso de mi mano. El peso de sus caderas hirsutas se apoya contra mis rodillas.

Hoy, de nuevo, me sorprendo preguntándome si seré capaz de recitar mi papel.

Detrás de la camarera que viene a abrir la puerta, asoma mi madre con su sonrisa de plástico de costumbre.

—Has llegado tarde, querido —me regaña, indicándole a la mujer que me ayude a quitarme el abrigo—. Ya estamos todos en la mesa.

—¿Quiénes sois todos?

—Me he permitido invitar también a Jieun, ya que me ha acompañado al centro a recoger un bolso de Fendi.

En el comedor, la mesa está puesta como si de un banquete de boda se tratara, y Jieun está sentada a la derecha de mi madre. Me sonríe levantando las cejas con una mueca de excusa. A lo mejor luego me dice que no le ha dado tiempo a avisarme, pero ya no creo en lo que dice, sé por dónde va.

Mi tía me saluda con un acento americano que no le queda nada bien. Vive en Nueva York desde hace diez años, no puede haber olvidado el coreano tanto como trata de vendernos, sería un caso patológico.

Mi padre está sentado a la cabecera de la mesa, pero su mente va por otros derroteros. Le pregunto el porqué de su ausencia en la reunión con Yunho, para darme cuenta después de que su respuesta no me interesa, de manera que me dejo distraer por la llegada del arroz con trufa y me pongo un poco en el plato.

Jieun no para de mirarme. Me roza una rodilla con la punta de sus zapatos de tacón, y me recuerda que esta noche tenemos una cena en casa de una pareja de amigos.

—Estoy desbordado de trabajo —le contesto—, creo que tendríamos que anularla.

En la cara de Jieun asoma un gesto de decepción.

—Mi hijo no para de trabajar —le explica mi madre a su prima—. Y con una novia tan guapa, a mí me daría miedo dejarla demasiado tiempo sola. —Dicho esto, le dedica una mirada a Jieun y le sonríe con la acostumbrada complicidad maternal.

—Mañana me voy a Saint Tropez para la sesión de fotos de la que te hablaba el otro día —le dice Jieun mirándome a mí—. Y, por lo visto, esta noche no podré ni siquiera despedirme como es debido.

—Entonces nos despediremos después de esta comida familiar. —Finjo que me siento afligido, pero ni ella ni mi madre parecen aprobar mi respuesta.

A pesar de no tener orígenes insignes, Jieun estudia Derecho y en su tiempo libre trabaja de modelo, es decir, que es la nuera perfecta, refleja plenamente la importancia que mi madre otorga a las apariencias.

También mi tía la mira con admiración, a pesar de haber intuido que no la llevaré al altar. En realidad parece que la tía haya aterrizado en Seúl sólo para enterarse de todos los detalles de mi vida: desde el trabajo en la empresa hasta las ocupaciones sociales, no para de asediarme a preguntas. Aun así, mientras le doy la mínima información posible, tengo la sensación de que espera encontrar algo que no encaja, algo triste o negativo que de alguna manera la consuele del hecho de que no soy su hijo: el único que le queda hace algunos años se fue a la India, drogado hasta la médula, y la ha abandonado en Nueva York, donde vive más sola que la una. Creo que esa mueca de envidia puede ser una típica expresión de familia, ya que de vez en cuando se le escapa también a mi madre, cada vez que interactúa con alguien más afortunado que nosotros. Espero de todo corazón no haberla heredado yo mismo.

Mientras tanto Jieun y mi madre han empezado a hablar de bolsos, ropa y vacaciones alrededor del mundo. Ya se ha cumplido la metamorfosis: Jieun se ha quitado el disfraz para dejarse hechizar por el hambriento mundo de las apariencias y de la superficialidad sin control, y ahora parece que lo único que le importa es ser invitada a Jeju por mi familia el próximo fin de año.

Mi padre, entretanto, participa en la conversación con contadas palabras y muchos monosílabos, a veces incluso poco acordes con el resto de las intervenciones. A su alrededor la habitación se ilumina con una luz cada vez más fría. La madera del parqué a lo largo de los años ha ido adquiriendo una tonalidad mortecina, y las cortinas, de ese tejido que parece casi impalpable, cuelgan con la más completa indiferencia. Ha habido comidas en las que me concentraba en la cuenta atrás de los minutos que me quedaban antes de conseguir permiso para levantarme. Hoy la situación no ha variado mucho, mis dedos no paran de tocar la esfera del reloj, y le echo una mirada de vez en cuando.

Estoy a punto de comunicarles a todos que lamentablemente me esperan para una cita, pero Jieun insiste para que nos hagamos una foto todos juntos.

—No te dejo irte. Por favor, está tu tía, la guardaremos como recuerdo.

Le dejo hacer sólo para ahorrar tiempo: negándome atraería ulteriores insistencias por su parte.

Mi madre le indica a la camarera qué botón presionar, entonces nos reunimos todos detrás de mi padre, que se queda sentado sin demasiado entusiasmo. Jieun me aprieta una cadera con una mano y me mira, como si quisiera decirme algo, luego me besa a traición y el flash se dispara en ese instante exacto.

—Otra —insiste mi madre—. Había cerrado los ojos.

Jieun me susurra que me quiere y vuelve a pedirme perdón por el numerito que montó la otra noche, mientras aprieta aún más sus dedos en mi cadera. La miro con una mezcla de pena y odio, sabiendo que después de esta intrusión jamás podré volver a quererla. Y el flash vuelve a dispararse, esta vez con el beneplácito de mi madre, por fin.

Unos cuantos minutos después, estoy otra vez en la calle, libre de respirar todo el aire que quiera, y de volver a comprobar la BlackBerry. Desde el pasado no me han llegado respuestas. Sólo un mensaje de Jieun: «Has huido —me dice—. ¿De verdad no quieres verme antes de que me vaya?».

En realidad creo que no quiero volver a verla nunca más. A su vuelta de Saint Tropez, hablaremos en privado y se lo explicaré con toda la calma del mundo.

El resto del día se pierde entre citas aburridas y rollos que hay que despachar. De el niño del colegio todavía nada.

Es absurdo que siga pensando en él, se puede decir que no nos conocemos de nada, y no será el fin del mundo si decidiera no aceptar mi solicitud de amistad. Claro, sería el primer rechazo de mi vida, pero, lo dicho, siempre hay una primera vez para todo.

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