Abrazaba mi frágil humanidad con un abismal fuerza, tal era la potencia que tenían sus brazos, que pareciese que mi alma se escapaba por entre mis poros, y en un esfuerzo por conservar mi esencia, me apretaba contra su cuerpo, consciente de que aquel cuerpo era efímero, mortal. Pero aquel alma podía estar toda la eternidad a su lado, y me arrancaba suspiros profundos, plagados de una dicha, nunca antes descrita en la literatura, acariciaba mi cabello con la certeza de que podía pasarse la vida en ello, sabiendo que pronto cada cabello castaño, se teñiría de un bello plateado, que aquellos ojos marrón que hoy lo miraban con la fuerza de setenta y cinco millones de huracanes, pronto sería mermada con el paso de los años, perdería su potencia pero jamás la esencia de aquel sentimiento.
Miraba con asombro cada uno de mis lunares, como si pudiese almacenarlos en una cajita, los besaba y recordaba a la perfección su posición, no cerraba los ojos jamás, como si estuviese grabándome en su memoria por un tiempo indefinido, por la eternidad, quizá.