19: Rizos de fuego

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—¡Rodrigo, para de hacer eso! Pedro, tú no le sigas—se dio la vuelta para abrir los ojos de par en par—¡Martín! ¡Deja de jugar con las balanzas de padre! Álvar, ayúdame a que estas pequeñas bestias me hagan caso, por favor—suplicó—.

El joven de 15 años se encogió de hombros mientras escuchaba suspirar a la pelirroja entre el barullo.

—A mí me obedecen menos que a ti, hermanita.

Jimena puso los ojos en blanco. Siempre se formaba lo mismo en su casa cada vez que sus padres no estaban. Y ella era la encargada de poner orden. Ser la hija mayor de cinco hermanos era una gran responsabilidad.
Acabó por rendirse y hacer lo que siempre funcionaba para amansar a aquellas tres fieras.

—¡Está bien!—gritó para que pudiesen oírla—Si os portáis como personitas civilizadas y quietecitas, os llevaré a casa de los Archibald a jugar con Santiago.

—¡¡Bieeen!!—chillaron al unísono—.

El griterío de los pletóricos niños fue a más, y los tres a la vez saltaron en los brazos de su hermana mayor, dejándola casi caer. Jimena comenzó a reír junto a ellos, era incapaz de estar enfadada más de cinco minutos. Álvar, el segundo hijo mayor, observaba la escena cruzado de brazos y negando con la cabeza.

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La joven de cabellos rojizos era hija de los jefes del gremio de carpinteros de su villa. Eso había logrado que su economía y educación fuesen medianamente cómodas, a pesar de que su familia se conformaba en total de siete miembros. Los adoraba, y en especial a su madre, aunque hubiese pequeños roces entre ellas dos.

Siempre había lidiado con las exageradas calamidades de Carmena, su progenitora. Al ser Jimena la única hija, deseaba verla casada con un buen mozo y con hijos, como la hija mediana de los Ramil. El disgusto fue tremendo al enterarse de que su hija gustase de la compañía de mujeres más bien, y que además quería ser soldado. Aún así, con el tiempo vio lo feliz que le hacía seguir su propio camino, y Carmena aprendió a conformarse.

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Jimena volvió a adecentar sus pertenencias. Tras dejar a sus hermanos en casa de Santiago, debía de poner rumbo hacia el Reino de Medina.

Era la encargada de hacer llegar a la reina Julia la buena noticia de que desde hacía un mes, su amiga Alba reinaba legítimamente.

El chirriar de la puerta de entrada a su casa sonó, y tras ella, los pasos de su madre, quien llegaba del mercado. La escuchó murmurar, y bajó de su alcoba, aprovechando que sus hermanos ya se habían calmado.

—¡Es inaudito!—comentaba Carmena exasperada—¡Será cierto aquello de que soy la menos avispada del pueblo, y que no me entero de lo que se cuece la mitad de las veces!

—¿Qué le ocurre, madre?—preguntó la chica intrigada, ayudándole con una de las cajas con verdura que traía—.

—¿Tú lo sabías? La última comidilla del pueblo, seguro que sí, ¡si es que ni mi hija me informa de las noticias!

—Si me explica de qué se trata, tal vez pueda responderle—rió Jimena—.

—¡Pues de qué voy a hablar! Todo el mundo lo comenta—se acercó a su hija bajando la voz—¡Al parecer nuestra reina comparte lecho con la hija de los Archibald, Natalia!

—Lo sé, le recuerdo que es mi amiga—decía entre carcajadas—Y de hecho, son pareja oficial, madre. Desde antes de su vuelta al trono—se agachó guardando las calabazas en la despensa—.

Bajo el mismo Estandarte // AlbaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora