5: Una bienvenida, un banquete

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Marie aceleró el galope de su yegua para adelantarse al grupo. Frenó al llegar a la cima de aquella colina que estaban subiendo, acariciando el lomo del animal. Tras mirar en la lejanía, esbozó una sonrisa mientras bajaba y se dirigía a sus camaradas.

—Chicos, ¡ya hemos llegado! La ciudad de Bareillé está justo delante.

Efectivamente, todos pudieron ver cómo la ciudad se extendía ante sus ojos. Era la capital de la comarca más norteña, rodeada de montañas y cordilleras que en invierno tomaban una preciosa blancura. A pesar de que en los agrietados edificios se dejaban notar los efectos de la guerra que había pasado por allí, la urbe aún conservaba su actividad y espíritu.

Todos suspiraron aliviados, por fin habían llegado a su destino. Después de estar durante una semana y media viendo campos y sintiendo el resquemor del sol en sus nucas, podrían descansar como de verdad se merecía. Marie empezó a fantasear con una mullida cama y horas de sueño, era lo que más le gustaba en el mundo.

Alba, sin embargó, se cargó de desazón. Al tiempo que el viento dejaba suavemente que algunos pelos volasen independientes a su recogido moño, pensaba en lo que conllevaría su visita. Tendría que ver con sus propios ojos los estragos de una guerra ensañada con los más inocentes, y por el bien de su corazón, esperaba que no fuese demasiado. Jamás había tolerado las injusticias, y  había heredado el mismo sentimiento clemente de su madre.

—Alteza... ¿Estáis bien...?

La voz que hablaba volvió su atención a la realidad. A su lado se encontraba una esbelta y erguida capitana que la miraba con el rostro turbado.

En los últimos días la presencia de la hermosa morena había sido vital para Alba. No sólo por sus lecciones de esgrima, en las que cada día mejoraba más, sino también por los ratos que pasaban por las noches mientras la princesa le enseñaba a leer y escribir bajo la luz de las antorchas. En esos momentos Natalia dejaba entrever unos rasgos muy distintos a su siempre fría y cumplidora personalidad. Al pronunciar con dificultad las sílabas y palabras que aprendía, se mostraba dulce, con una concentración similar a la de un infante. Y cuando lograba poner en palabras escritas una frase entera, su rostro sonriente y lleno de orgullo hacía que el corazón de su princesa se derritiese. ¿Qué tenía aquella capitana, que su propia naturaleza la hacía más atractiva que cualquier lord apuesto y galán?

—Estoy bien, Natalia, gracias por tu preocupación—dijo con una fingida alegría—.

La chica asintió, y con un toque, le indicó a su caballo Eilan que marchase hacia el frente. La siguieron los demás, bajando por aquella pendiente con cuidado de que nada se cayese de los carruajes.

Conforme se acercaban, la muralla de piedra parecía más imponente aún. Sin embargo, poco era en comparación con su enorme castillo, pensó Alba. Un toque sonoro de cuerno tronó a las puertas de la ciudad, alertando de su entrada. Un estridente crujido y decenas de piezas de mecanismo se pusieron en marcha para que el enorme portón de madera se abriese. Unos soldados se encargaban de aguantar las palancas con dificultad para que no se cerrase de golpe.

Entraron, dejando que la vista se llenase con el panorama urbano. Tras la muralla y los puestos de guardia, una pequeña plazuela era la que daba lugar a las tortuosas calles que la rodeaban. Algunas casas de ámbito humilde se situaban allí, envueltas en nubes de polvo y paja que indicaban que era la hora en la que los habitantes adecentaban sus hogares. Unos cuantos caballos y burros se alimentaban en un establo, al lado de lo que parecía ser un gremio de comerciantes, según indicaba el cartel tallado. De allí salían hombres hablando de todo tipo de mercancías exóticas: perlas, cera de abeja, aceites procedentes de la lejana Península Ibérica, maderas de roble...Era provechoso ver que la ciudad se mantenía económicamente activa.

Bajo el mismo Estandarte // AlbaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora