7: Aquellos que acechan

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Volvió a observar con ojos acechantes y cansados a Landelino. Había comprobado que no había manera de tumbar a aquel forzudo hombre que le doblaba el tamaño. Alba volvió a la carga de forma enérgica pero de nada sirvió, éste la esquivó con mucha facilidad.

— ¡Esto es imposible!—se quejó respirando hondamente—No puedo hacer nada contra ti, Landelino.

Cuando Alba le pidió a Natalia que aparte de saber defenderse con la espada, quería tener nociones de defensa personal, no esperaba que la capitana recomendase a Landelino para practicar. Por lo visto aquel bonachón germano era el mejor maestro que se pudiese encontrar en aquel aspecto. Y a la princesa no le costó creérselo. Natalia supervisaba las clases, mientras ella y el de ojos verdes sonreían viendo los intentos fallidos de Alba por manejar la situación.

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Ya habían pasado cuatro días desde que habían dejado la ciudad de Bareillé. Tras estar una semana allí alojados y almacenando víveres, partieron de nuevo hacia el castillo del rey.

Alba había intentado mejorar la situación mientras estaba allí. Supervisó los hospicios y a los enfermos junto a Gwain, analizó las tierras, que lejos de parecer yermas, eran bastante fértiles. Visitó a muchos de los comerciantes de la zona e intentó paliar la mendicidad en las calles. Era imposible arreglar los problemas en apenas dos semanas, por lo que haría un informe y hablaría con su padre y el Consejo para los respectivos cambios. La ciudad se curaba bien de las heridas de guerra, pero un trato déspota por parte de los mandamases evitaba la rápida recuperación.

¿Qué haréis, princesa? Parece ser que al gobernador no le agrada el hecho de que presentéis un informe—preguntó curiosa Jimena en el camino de vuelta—.

—No me causa preocupación ninguna. A sir Bruce lo depondré de su cargo—sus acompañantes abrieron los ojos sorprendidos—Los señores feudales deben cumplir su cometido de manera competente. Y claramente, no lo está haciendo.

No dejaban de sorprenderse con el arrojo que poseía la princesa, sin miedo a posibles represalias. Bien cierto era que como heredera, gozaba de ser intocable políticamente. Pero los señores feudales poseían bastante poder, no eran personas mansas cuando se tocaban sus posesiones.

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Ahora se encontraban asentados hasta la noche en un reposado valle rodeado de pequeñas colinas. Se estaban tomando el viaje de vuelta con calma, y Alba aprovechaba el tiempo para aprender más sobre esgrima y combate cuerpo a cuerpo. Sus soldados eran encantadores, no dudaban en acceder de buena gana a cualquier petición, y a diferencia de cómo comenzó el viaje, ahora se mostraban accesibles y amistosos. Y sin duda, la mayor sorpresa estaba siendo su guardaespaldas Natalia. Esa estoica y firme personalidad profesional que tenía se veía sazonada con una dedicada atención y toques de dulzura. Sus risas eran como las gotas de un perfume de rosas; escasas, pero deliciosas en el más bello sentido. Alba en ocasiones se preguntaba cómo era capaz aquella capitana de ser tan fiera en el combate.

Natalia Archibald, por su parte, era un mar aparentemente sosegado, pero al que llegaban tormentas. Sentía que su cercanía con la princesa era cada vez más, de forma irremediable. Ella no podía impedirlo, pues era su escolta, y Alba no parecía turbarse por ello, sino lo contrario. Se diría que disfrutaba con su compañía. Y la capitana se disgustaba con ella misma, pues jamás desapareció de su cabeza el recuerdo de aquel baile. Aquellos ojos color ámbar que la observaban de forma penetrante, bajo la luz de la luna y el fuego, se habían quedado grabados en su más recóndita alma. Sabía que debía borrar aquellos sentimientos, las clases sociales existían, el abismo entre ellas también, puesto que...¿Qué tendría una pobre soldado como ella que ofrecerle a una hermosa princesa como Alba?

Bajo el mismo Estandarte // AlbaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora